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13 de junio de 2019

Cordones








Desde la última vez que charlamos en este mundo paralelo y a propósito de unos cordones para zapatos que me han regalado, no dejo de darle vueltas a las ataduras mentales y sociales que nos asaltan casi a diario. A veces nos las imponemos nosotros mismos, pero en muchas ocasiones es el propio sistema o las costumbres lo que nos amarra a multitud de cosas o ideas. 

En abril y mayo de este año, ha habido elecciones en España y, en dos jornadas electorales, se ha renovado prácticamente la totalidad de las instituciones elegibles  que tenemos aquí. Tras los resultados, no han faltado voces llamando a tender cordones sanitarios para evitar que algún partido contrario a ellos pueda tener alguna parcela de poder o decida el color de un municipio, comunidad autónoma o altere el aspecto de algún grupo parlamentario. Se diría que todos somos demócratas hasta que la libertad de las urnas nos es desfavorable y, cuando esto pasa, salen a pasear las cinchas de los manejos y las maniobras, que algunos llaman madurez democrática. 

En el tarot de Marsella, la carta del diablo nos presenta a dos acólitos sujetos por sendas cuerdas atadas a sus cuellos. Lejos de rebelarse, esos esclavos aparecen sonrientes y ajenos al demonio que maneja sus cordeles. Se creen libres y especiales, ignoran que están atados a la voluntad y deseos de otro, igual que ocurre con el ciudadano medio. 

Cada cita electoral abre la puerta a combinaciones y pactos que quizá jamás quisieron los votantes, por más que se empeñen los políticos de todos los partidos en decir lo contrario. El día después de las urnas,  esos votantes son borrados de un plumazo y pasan a ser sustituidos por los verdaderos intereses de tales políticos, que abjurando del principio de soberanía popular, se vuelven prestidigitadores de cartón piedra y secuestran durante cuatro años la ilusión de quienes votaron y creyeron en su voto, de la misma forma que Zeus raptó a Europa mientras esta jugaba alegre, confiada y despreocupada en un prado. 

Hablando de confianza, estos días ha saltado a los medios la noticia de que varios deportistas de élite están siendo investigados por amañar partidos de fútbol en comandita con casas de apuestas. Como el asunto se encuentra en trámite judicial, no voy a tocar el tema legal. Lo traigo aquí por el asunto este de los cordones y cuerdas que me quita el sueño, pues para mí que quienes han participado en estos engaños, lejos de ser libres, se han echado la soga al cuello. Y explico esto: en toda estafa se encuentra la semilla del sometimiento al espejismo del éxito y el estafador, lejos de ser amo, es un cautivo del ansia de dinero. Su poderío no es más que una pistola con la que juega cada noche a la ruleta rusa, hasta que el ¡pum! de la última bala da al traste con su castillo de naipes. 

Y ahora le toca el turno a una noticia que me encanta: en Japón han reunido 19.000 firmas para pedir al gobierno que legisle contra la obligación que imponen ciertas empresas de llevar zapatos de tacón a sus trabajadoras. Hartas de terminar su jornada laboral con los pies, la espalda y el ánimo maltrechos, esta iniciativa, que empezó con un simple mensaje en internet, se encuentra ahora en la mesa de los ministros y ha dado origen al movimiento #Kutoo, que insta a las féminas a calzarse como ellas quieran y se sientan mejor. Por las redes circulan numerosas fotografías de camareras, profesoras, oficinistas, dependientas, etc. en sus respectivos puestos de trabajo con deportivas, bailarinas, alpargatas, zuecos, etc. 

Al hilo de esta noticia, me ha saltado a la cara otra procedente de Rusia. Allí, la empresa metalúrgica Tatprof ha emprendido lo que llama “maratón de feminidad” anunciando incentivos para aquellas empleadas que se pongan vestido y acudan a trabajar bien maquilladas. Sus directivos lo fundamentan en que quieren “embellecer” los días de trabajo y crear buen ambiente en una plantilla donde el 70% de los asalariados son hombres. Se quejan de que la mayoría de las mujeres usan pantalones. 

Si yo trabajara en esa empresa, aprovecharía para pedir que incentivaran a los hombres que, durante un mes, acudieran a trabajar vestidos con falda y zapatos de tacón, en un maratón de sofisticación que, por supuesto, incluiría unas uñas y unos dientes impolutos. 

Seguro que habrá mujeres que, por unos rublos más, se presten gustosamente a enseñar las rodillas y el carmín, porque no echemos en el olvido la carta del tarot que antes les comenté, esa de las cuerdas que los esclavos no notan en sus cuellos. 

Y para terminar, ha venido a visitarme Joseph Carey Merrick. Quizá por su nombre no les suene (eso le dije yo, cuando me habló por el portero automático), pero si les digo que fue conocido como"El Hombre Elefante”, seguramente que sí saben quién es. Este inglés decimonónico me pide que les anime a cortar los cordones que nos atan a lo establecido y a lo políticamente correcto, que para él no son más que prejuicios y estereotipos. 

Le tocó vivir en la Tierra aquejado del síndrome de Proteus, lo que le originó enormes malformaciones en su cuerpo y rostro que empezaron a manifestarse al año y medio de edad. 

Como consecuencia de esto, fue rechazado por su familia y por la sociedad en general, pasando varios años en ferias. Era exhibido como un fenómeno de la naturaleza hasta que una actriz llamada señora Kendall le ayudó a cortar con esa situación, reuniendo fondos para ayudarle. De esta forma, nuestro Ganehsa victoriano emprendió una vida dentro de toda la normalidad que podía tener; sobresalió por su carácter amable y dulce, aprendió a leer y escribir, compuso poemas y algunos de ellos se cantan como himnos aún hoy en las iglesias baptistas, como las estrofas que escribió junto al pastor protestante Isaac Watts y que quiero leerles a modo de despedida. Los cuatro primeros versos son de Merrick y los cuatro siguientes,  de Watts: 

“Es vierto que mi forma es muy extraña,
pero culparme por ello es culpar a Dios; 
si yo pudiese crearme a mí mismo de nuevo
procuraría no fallar en complacerte. 

Si yo pudiese alcanzar de polo a polo 
o abarcar el océano con mis brazos, 
pediría que se me midiese por mi alma. 
La mente es la medida del hombre”

Muchas gracias por su atención. Saque las tijeras y corte sus cordones. hágase el favor de ser usted mismo. No lo piense más. 

NOTA: Este articulo forma parte de mis intervención “En paralelo”, dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas”, que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/ataduras-invisibles-libertad-hombres-nombre-de-audios-mp3_rf_37062149_1.html


Fotografía ©️A. Quintana. Madrid, 17 de agosto de 2018 

28 de mayo de 2019

Cuestión de lenguaje






Hace años oí a alguien decir que las palabras, en lugar de transmitir ideas, las enturbian y lo cierto es que cada uno de nosotros seguro que tenemos decenas de anécdotas donde o nos han malinterpretado los mensajes o, incluso, hemos malinterpretado las palabras o los gestos de alguna persona. Y esa es una carga, cual pecado original, que arrastramos las personas desde que nacemos; quizá por eso se utilizan cada vez menos palabras. Algunos estudios afirman que un ciudadano medio español no utiliza más allá de 1000 y solo los muy cultos alcanzan los 5000 vocablos. Es más, algunos jóvenes utilizan solamente 240 palabras.

El artista chino Xu Bing ha escrito la novela ‘Libro desde el suelo' con ocho mil emoticonos y ni una sola palabra. El autor ha explicado que, cuando tenía once años de edad, le causó un gran impacto el cambio de alfabeto con la Revolución Cultural China, lo que generó una especie de trauma social colectivo, pues todo el mundo tuvo que volver a aprender a leer y escribir y a reconocer los nuevos pictogramas alumbrados por el pensamiento maoísta. Muchas personas se convirtieron en prácticamente analfabetas, unas por sus dificultades para “reeducarse” y otras por su negativa consciente a ser “reeducadas”, lo que determinó en ocasiones su deportación a campos de trabajo por rebelarse. 

Esta tarea de hacer comprensible para todos las andanzas de unos personajes a base de símbolos universales y sencillos dibujos, como si fuera otra encarnación del esperanto escrito, contrasta con la utilización críptica del lenguaje, es decir, el empeño que a veces se pone en que aquello que se plasma o se dice solo lo entienda un grupo reducido de gente. No quiero referirme a quienes lo hacen con fines ilícitos, llamando zapatos, por ejemplo, a lo que no es sino fardos de droga, sino a quienes recurren a esa comunicación cifrada para protegerse o proteger a otros. Pensemos en las muchas resistencias que surgieron y aún surgen a causa de las guerras y pensemos también en aquellos que ven en la metáfora y la clave el único remedio para no acabar en la hoguera del pensamiento establecido a causa de su lenguaje. 

En este sentido, el otro día me encontré con Anne Lister en mi mundo paralelo del siglo diecinueve. Pues bien, la Sra. Lister o Mister Black, como la apodaban en el York de su época, utilizó una mezcla de álgebra y griego clásico para relatar en sus diarios los encuentros amorosos y sexuales que tenía, relatados con gran realismo. Esa jerga propia, inventada por ella, no se descifró hasta 1980, queriendo el destino que su vida quedara al descubierto en un tiempo probablemente más tolerante no solo para las lesbianas, sino para las personas que enarbolan la bandera de la libertad personal. De hecho, sus diarios se encuentran bajo la custodia de la UNESCO desde 2011. 

Hablando de banderas, la iglesia de la Santísima Trinidad de York luce desde el verano de 2018 una con los colores del arcoíris para celebrar que Anne Lister selló en ese templo, allá por 1834, su compromiso con otra mujer. 

Curiosamente, a la bandera le acompañaba un cartel de homenaje que literalmente decía: ”Emprendedora de género inconformista. Celebró su compromiso marital, sin reconocimiento legal, con Ann Walker en esta iglesia”. Ante las protestas de miles de ingleses por los eufemismos empleados, se sustituyeron esas frases por estas otras: “Lesbiana y autora de su diario. Tomó el sacramento aquí para sellar su compromiso con Ann Walker”.

Siguiendo con los eufemismos y aprovechando que hoy es 1 de mayo, recordemos que se festeja el Día de los Trabajadores en casi todo el mundo, fecha consagrada en homenaje a los Mártires de Chicago. Se llama así a los sindicalistas anarquistas fueron ejecutados en Estados Unidos por participar en las jornadas de lucha por la consecución de la jornada laboral de ocho horas. Dichas reivindicaciones se iniciaron con una huelga el 1 de mayo de 1886, fecha a la que le siguieron jornadas de algaradas, protestas, detenciones,  muertos y heridos. 

La conmemoración del Primero de Mayo como fiesta clave del movimiento obrero tuvo un gran impulso por parte de la Segunda Internacional hasta el punto que, para guardar las distancias con los postulados marxistas y anarquistas, en 1954 Pío XII consagró ese día a san José Obrero, que es como los niños de mi generación conocimos la susodicha fecha hasta que  la oficialidad del término se fue mezclando con generalísimas trombosis y el pobre san José tuvo que conformarse con tener solo el 19 de marzo, como si su estrella se empeñara en señalarle que su esencia es la de padre putativo por encima de abnegado artesano que saca adelante a su familia.

Pero no crean ustedes que esta mixtificación se circunscribe a la Iglesia católica; países como Estados Unidos o Canadá no celebran el Primero de Mayo por temor a que esta fecha reforzara el movimiento socialista. En su lugar se festeja el Labor Day el primer lunes de septiembre, realizando un desfile, y parecen no haberse percatado de que, a fuerza de nombrarla, la festividad de mayo se encuentra tan sobada y vacía de contenido que en el lenguaje de la gente se ha apagado el halo de luz rojiza que otrora tuvo.

Palabras, símbolos o gestos, no olvidemos que tras ellos se acurrucan los pensamientos, emociones y deseos de quien los verbaliza, escribe o dibuja, de ahí que, como a menudo nos recuerda Luis Rojas Marcos, deberíamos hablar continuamente con nosotros mismos para permanecer cuerdos y, si esto les da vergüenza, al menos sean conscientes de que la línea que nos une y separa de los otros seres vivos es una mera cuestión de lenguaje. 

Fotografía ©️ A. Quintana. Madrid (Moncloa, 4 de uno de 2018). 

Esta entrada sirve de base al espacio "En paralelo" del podcasts "Te cuento a gotas" del mes de mayo de 2019 y que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/por-no-empezar-nuevo-entre-amores-audios-mp3_rf_35291630_1.html

19 de abril de 2019

La memoria paradójica





Hasta hace poco,  a quienes les costaba retener datos les gustaba proclamar que la memoria es la inteligencia de los torpes, como si el recuerdo fuera incompatible con la capacidad de entender el mundo y a las personas que lo habitan. 

Parece que, afortunadamente, se ha superado este pensamiento tan negativo y, como en tantas otras cosas, nos hemos dejado arrastrar de un extremo a otro, pues en la actualidad tenemos memora y media, queramos o no queramos recordar. 

Valle Inclán escribió que “las cosas no son como las vemos, sino como la recordamos”. Podríamos estar horas y horas analizando el concepto que encierra esta frase, pero por hoy me basta para mostrarme disconforme con lo que en nuestro país (y supongo que en otros) están haciendo al amparo de una memoria que cambia vertiginosamente como las aguas del río de Heráclito, que es y no es porque todo es un continuo devenir. 

Muchas personas del mundo entero se han pasado siglos luchando contra las memorias oficiales, es decir, aquellas que borraban los acontecimientos que disgustaban al gobernante de turno. El pensamiento único es lo opuesto a la memoria, porque el recuerdo anida en los corazones de los seres, no en decretos ni órdenes ni poses. 

Curiosamente, esto lo podemos decir sin apuros cuando se trata de EE. UU., Rusia, Corea del Norte o el mismo Marte, si nos llegaran vestigios de allí. Pero cuidado con hacerlo sobre el aquí y ahora patrio, porque los guardianes de la memoria puede que te acusen de recordar en vano. 

Quienes nacimos antes de aquellos “veinticinco años de paz”, sabemos que ocultar los recuerdos a golpe de cincel o pintura no sirve de gran cosa, pues la terquedad de la historia hace que afloren como los pentimentos de un cuadro y, cuando lo hacen, nacen con más fuerza. Porque el problema no es cambiar nombres a calles, abrir tumbas o quitar placas, sino retrotraernos a épocas antiguas y encender nuevas hogueras. 

Desde que se anunció, hace un año, que los restos de un dictador muerto en 1975  iban a sacarse del mausoleo donde ha permanecido más de cuarenta años y que casi nadie visitaba, la curiosidad que mató al gato ha herido al gobierno y tenemos ahora un Cuelgamuros lleno de turistas que hacen colas para ver la tumba. Son las paradojas que surgen cuando nos empeñamos en amoldar la memoria al pensamiento político. 

Igualmente sucede con los nombres de algunas calles y plazas, reemplazadas por otros protagonistas de la guerra del 36, solo que del bando perdedor y que, por este motivo, provocan el rechazo de muchos ciudadanos que no se identifican con ninguno de los frentes que mantuvieron la lucha. Y es que, como en el verso de Yorgos Seferis, “allí donde la toques, la memoria duele”. 

Por otro lado y hablando también del pasado, la última película de Quentin Tarantino nos llevará al año 1969, a unos hechos que conmocionaron a la sociedad americana y también la europea: el brutal asesinato de Sharon Tate a manos de los seguidores de una secta. Muchos de nuestros oyentes lo recordarán o habrán leído crónicas al respecto. 

Tratándose de una obra artística, sabemos que el director podrá adornar las imágenes y los diálogos como le parezca más adecuado y beneficie más al resultado de su film. Curiosamente, puede que este recorra mejor el camino de los recuerdos porque, al contrario de los políticos, Quentin sabe que la memoria habita en el alma de las personas y los animales. De ahí que, aún sin haberla visto porque no se ha estrenado en España, mi corazón salta al ritmo de la música de Los Bravos, recordando a aquellos astronautas que llegaron a la Luna unos días antes del macabro suceso que la película relata  y a un Juan Carlos de Borbón nombrado sucesor de quien está enterrado en Cuelgamuros. 

El resto es historia familiar, como la de ustedes. Que disfruten de su buena memoria.


NOTAS: Este texto sirvió de base al espacio “en Paralelo”, dentro del podcasts “Te cuento a gotas” correspondiente a abril de 2019: https://www.ivoox.com/vidas-memorias-fantasias-audios-mp3_rf_34394024_1.html

©️Fotografía, A. Quintana. Zamora, 8 de marzo de 2019. 

3 de marzo de 2019

Yo y las pseudociencias




Eso, en esencia, es el fascismo: la propiedad del Estado por parte de un individuo, de un grupo, o de cualquier otro que controle el poder privado” 
(Franklin D. Roosevelt)


Las mentes preclaras de quienes gobiernan mi país llaman pseudociencias a ciertos tratamientos terapéuticos que, según ellos, se encuentran más cerca de la charlatanería y el fraude que de verdaderos métodos curativos. Utilizan ese vocablo en tono despectivo, humillante, ufanándose de que solo hay un dios y ellos son su profeta. 

No contento con el varapalo que hace unos meses le dio la Unión Europea, cuando esta supranacionalidad se negó a prohibir la homeopatía y la acupuntura, y sabedor de que una mentira repetida hasta la saciedad se “convierte” en una verdad, el Gobierno de España sigue con su matraca presuntamente racionalista, moderna y avanzada y ha elaborado una lista con cien materias de las que él denomina pseudociencias, plasmado su mensaje en un vídeo que, además de ridículo y feo, resulta engañoso. El objetivo no es otro que mezclar churras con merinas, confundir a los ciudadanos y maquillar la realidad, no sé si a sabiendas o por pura ignorancia, porque vergüenza me da pensar que una ministra de sanidad y  un ministro de ciencia estén tan verdes en estas cosas.

Utilizo la homeopatía desde 1985 y la acupuntura desde un poco más tarde, a principios de los noventa. En ambas modalidades he acudido a profesionales de la medicina que llamaremos “ortodoxa”, es decir, titulados en universidades españolas y con posgrados realizados en países no sospechosos de brujería. Siempre me han recibido en consultas médicas al uso y los homeópatas me han extendido recetas con remedios que los farmacéuticos de mi ciudad me han vendido sin problema. Los acupuntores han manipulado las agujas y la moxa con una pulcritud que a veces no he encontrado en las batas y las cabelleras de algunos de atención primaria. Y hasta ahora me ha ido muy bien con mis gránulos y mis punciones, al igual que a millones de personas. 

Me extraña mucho que estos políticos no sepan que los conocimientos homeopáticos vienen utilizándose oficialmente desde principios del siglo XIX gracias a Hahnemann, que no era ningún hechicero, sino un médico e investigador químico. No puedo creerme que tampoco sepan que existe un museo dedicado a este científico en la localidad de Sibiu, ni que en las boticas alemanas, francesas, austriacas, checas, italianas y rumanas (por citar solo las que he frecuentado más cuando he caído pachucha en algún viaje), al solicitar un remedio para el mal de turno y si no llevas receta, lo primero que te preguntan es si lo quieres homeopático o alopático. 

Igualmente me sonroja creer que los gobernantes no han leído u oído jamás que la acupuntura se viene usando desde aproximadamente el siglo VI a.C.  con resultados contrastados. Así que, como no puedo imaginármelos tan iletrados, quizá tengan razón quienes arguyen razones menos claras, como haber sucumbido al lobby de la industria farmacéutica, nada inocente y muy  poco noble cuando regala viajes y otras prebendas a médicos que prescriben sus últimos productos o cuando lanzan al mercado medicamentos cada vez más caros que acaban desterrando de las oficinas de farmacia otros mucho menos costosos e igual o más efectivos, pues suele tratarse de específicos antiguos y utilizados hasta la saciedad. 

Me gustaría que este gobierno pomposo y paternalista ejerciera la libertad que pregona y dejara que cada cual se cure como quiera. Llevan su ideología de fuegos artificiales hasta la paradoja de plantearse legalizar la eutanasia y la asistencia al suicidio y querer enderezarnos a quienes queremos estar sanos con terapias sin efectos secundarios. En lo que a mí concierne, seguiré usando los remedios que me dé la gana, en uso de mi libertad. No soy quién para criticar a quien acude a cromoterapia, flores de Bach o se tira de un puente. Detesto el paternalismo, el pensamiento único y el paso de la oca, con lo que también respetaré que esos ministros se traten con omeprazol la acidez de estómago que el bicarbonato quizá pueda calmarles, conscientes de que la OMS ya nos ha dicho que el primero, a la larga, causa demencia. 


©️Fotografía A. Quintana. Las Palmas de Gran Canaria, 25 de octubre de 2018.



7 de diciembre de 2018

Agua de Estigia





Solo te ruego que no confíes tus oráculos 
a hojas que, revueltas, sean juguete de los vientos”
(Virgilio - Eneida, Libro VI)



Las ramas de los árboles conforman el mundo: acogen con calidez, protegen de la lluvia, ofrecen sombra, prestan su madera para que algunos seres planten ahí sus moradas y dibujan los paisajes de nuestra memoria. En la mía estás tú cuando aún no habías nacido y, sin embargo, ya eras rama en el árbol familiar, pues te esperaba conforme a las instrucciones que di a la cigüeña en aquella carta escrita con letras temblonas, salidas de mi mano preescolar y que apenas podía sostener el lápiz, a pesar del esfuerzo de nuestro abuelo. Se aprende por necesidad, dijo Kafka, y mi necesidad a los dos años era compartir el tiempo con un hermano. 

Hace once días que al árbol le falta una rama y, mientras la brecha va sacudiendo la savia hacia el barro, escudriño el Caronte que tu tocayo Patinir pintó hace siglos y te imagino en esa barca cruzando el lago que te lleva a una orilla distinta, tras haberle pagado el óbolo acordado. 

Las monedas que nos cubren los ojos cuando atravesamos las sombras no son dinero, no son de metal, sino de agua que baña los sentimientos y arrasa las espinas que otrora agujerearon la fe, la esperanza y el amor. El barquero de Hades sabe ahora que mis heridas se han cerrado. Vuela, rama, hacia la luz. 


©️Fotografía A. Quintana. Estación de Lago - Madrid, 6 de diciembre de 2018.



8 de septiembre de 2018

El placer de estar ahí








“Si se limpian las puertas de la percepción, 
todas las cosas aparecen como son, es decir infinitas”
(William Blake)

El 22 de abril de 1912, Egon Schiele se encontraba encarcelado, injustamente investigado por dibujar cosas obscenas susceptibles de escandalizar y pervertir a los menores. A él le debemos una lapidaria frase: “El arte no puede ser moderno; el arte es eterno”.

En efecto, al hablar de arte, no podemos escudriñarlo como se hace con una bacteria al microscopio, pues la obra artística trasciende de clasificaciones. Existen cuadros, frescos o esculturas cuya data solo aporta información acerca del momento en que sus autores tuvieron el gusto o el coraje de hacerlos, pero suscitan las mismas emociones a los ojos de sus coetáneos que a los de generaciones posteriores. A veces decimos que esto o lo otro no fue entendido en su tiempo, pero he llegado a la conclusión de que lo que conturbó en 1900 también es capaz de hacerlo en 2018. 

El arte es eterno y, así, el Goethe de 1786 anotó el 3 de diciembre de aquel año que empezaba a gustarle la antigüedad romana, su historia, las inscripciones, monedas y todas las cosas que, según él, le habían hecho sentir lo mismo que su amor por las ciencias naturales. Como no acertaba el alemán a quedarse con un aspecto de Roma, zanjó la cuestión escribiendo ese mismo día que era el entorno lo que le hacía sentir y experimentar el placer de estar ahí. 

Eso es el arte, el entorno de lo bello, de lo apriorísticamente inútil, de la necesidad de lo innecesario. Lo mismo lo configuran las manos de un orfebre que la tinta del bolígrafo de quien escribe versos... y nos envuelve en un viaje sin billete de vuelta. 


©️Fotografía: A. Quintana. Paestum, 8 de agosto de 2018.



Lungomare


"La verdad no está en un sueño, 
sino en muchos sueños"
(Pier Paolo Pasolini)


El pensamiento del corazón me llevó al Jardín de Minerva, donde averigüé que el aire de mi balanza se convierte en tierra cuando mis males se curan. “Contraria contrarii curantur”.

Las calles recitan pensamientos y escupen dibujos, como salmodia especial en un mundo donde solo unos pocos se detienen a escuchar lo que no hace ruido. A lo lejos, atisbo a Pasolini en forma de teatro o, mejor dicho, como fantasma que lo habitará por siempre. Fantasma bueno, fantasma amigo, espíritu quieto en un mar que rompe sus olas contra toda la fealdad e ignominia. 



©️Fotografía A. Quintana. Salerno, 11 de agosto de 2018.

31 de marzo de 2018

Mao no es Mao






A estas alturas, las sorpresas que me puedo encontrar en una exposición de Warhol me las proporcionan las personas que acuden a ver sus obras. Ni que decir tiene que aún concita a un buen número de jóvenes ávidos de fotografiarse con sus vacas multicolores y los retratos serigrafiados. Ahora bien, echo en falta una interpretación certera de su obra porque, si para Magrittte una pipa no era una pipa, para el bueno de Andy muchas de sus cosas no se entienden desde la interpretación lineal y absurda que lo relegan al capacho de los diseñadores publicitarios. Quiero decir que sus producciones están llenas de crítica y humor ácido, como el aparentemente inofensivo plátano de la Velvet, cuya piel, sin embargo, te hace resbalar si no pisas con destreza. 

El otro día,  ante el retrato de Mao, escuché en la boca de una veinteañera lo que, para Arrabal o cualquier ácrata de pro sería el culmen del retruécano. Dirigiéndose a quien me pareció era su madre (una mujer de mi edad, aproximadamente, pero más enseñorada yo, a juzgar por el aspecto), le espeta sin pestañear lo siguiente: “aquí está el coreano otra vez; lo vemos en todas partes”. La supuesta progenitora no corrigió el error, pero si lo comento aquí es porque me marché a mi casa pensando en el vuelco que ha dado el mundo y en que lo que creíamos importante hace dos o tres décadas,  ha perdido interés. 

No me sorprende tanto que alguien confunda a Mao con Kim Jong-un, cuando la vestimenta, las facciones y lo que transmiten son casi lo mismo: un régimen dictatorial y represivo. Lo que me sorprende es que esa criatura (y seguramente algunos más de quienes hayan visto o vayan a ver la exposición) no sea capaz de deducir que, habiendo fallecido Warhol en los años ochenta (como ponía en los carteles que se supone debía leer a la entrada), resulta imposible que hubiera inmortalizado al actual presidente norcoreano. 

Con independencia de que me duela que la gente consuma cultura como quien engulle bollos o se compra camisetas, es decir, sin pensar y sin sentir, lo cierto es que, en mi reflexión postrera, llegué a la conclusión de que Mao dejó de serlo cuando una mañana vimos su apellido escrito en piyin, y el Tse-Tung con que crecimos se disolvió en el agua de un Zedong posmoderno que, tras estrechar la mano de Nixon en 1972, empezó a sentar las bases de lo que sería su imagen para las generaciones venideras: nadie. 


©️ Fotografía A. Quintana. Madrid, marzo de 2018. Exposición “Warhol, el arte mecánico”. 

4 de noviembre de 2017

Arquetipos vitales VIII: El poder del rosa o los que tiran del carro.





Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.
(Pablo Neruda)


Apenas faltaba un mes para que vinieran los Reyes. A pesar de que en la casa ya no había niños en edad inocente, esa de buscar el buzón directo a Oriente y lustrar los zapatos la noche anterior, seguía montándose cierta algarabía y alborozo. La responsable de mantener casi intacta la llama de la ilusión era Aurora, la hija mayor. Con catorce años y desde que falleciera el padre hacía cinco, había tomado las riendas de un hogar anárquico y desabrido, centrado en el día a día, más pendiente de la balanza de pagos doméstica que de hacer realidad los sueños de sus moradores. 

Siendo la mayor, como esta narradora les cuenta, acompañaba al colegio cada día a su hermana Lidia y a su hermano Quique y, aunque con este último solo se llevaba tres años de diferencia y con la otra quince meses, Auro, como solían nombrarla familiares y amigos, era la mayor a todas luces porque así lo habían establecido el destino y su propia vocación de primogénita. Y digo bien lo de vocación, pues se sabe que existen vástagos que, aun siendo los primeros en venir al mundo, tal vez por sentirse principales o quizá por la impericia de sus parientes, arrastran durante toda su vida un papel benjamín e inacabado, como enfermizo. Ella no era así, sino más bien al contrario. Fuerte sin llegar a dura, para su madre era el acantilado donde rompen las olas y se desgajan las galernas, el faro que alumbra aun tímidamente en los días de niebla y que parece autoabastecerse de todo lo necesario, porque jamás se ve al farero.

Llegados a esto, habría que puntualizar que la relación materno-filial no era idílica. Para la niña, la explicación estaba en que su madre tomaba pastillas para dormir desde que enviudara, pensando Aurora que los fármacos le propiciaban muy mal genio. Sin embargo, la madre sabía, aunque no lo admitiera, que esa hija nunca había sido aceptada como los otros dos, porque nació cuando lo que tocaba era disfrutar de un marido guapo y profesionalmente exitoso, lo que se truncó a los siete meses de la boda. Ese día, un resplandeciente viernes de octubre, rompió aguas cuando los esposos acababan de protagonizar su primera gran pelea de pareja, portazo incluido. Fue un momento aciago en el que ambos sintieron que habían llegado a un punto de no retorno y notaron al unísono que la garganta se les llenaba del vómito del hastío anticipado, que es el peor hastío que existe, pues contra él no puede hacerse nada. Luego vinieron Lidia, a colmar el corazón de mamá, y finalmente Quique a intentar salvar un matrimonio que ya hacía agua por todos lados. 

Pues bien, apenas faltaba un mes para el Día de Reyes y los tres hermanos pasaban la tarde limpiando caritas de muñecos y ordenando un mecano hecho de tres mecanos distintos. 

Aurora convenció a sus hermanos de que debían llevar a la parroquia aquellos juguetes que ya no usaran y estuvieran ocupando espacio en armarios, cajones y estantes. Había niños que no tendrían regalos a causa de la crisis y qué mejor forma de repartir riqueza que esta, es decir, donar sus cachivaches. Daba gloria ver a los tres, afanados en tan justiciera batalla, imaginando en voz alta la reacción de la chiquillería más necesitada. Su idea era más caritativa que revolucionaria, porque hasta las revoluciones se olvidan de los más párvulos, salvo para pervertirlos enseñándoles la cara diabólica de la especie humana y convertirlos en carne de cañón en causas que les son ajenas. 

A medida que pasaban las horas, ellos se animaban más y más. Quique decidió que ya no le interesaba su flauta dulce y Lidia, por no ser menos, se desprendió de su colección de minerales. 

Cuando llegó la madre con el tiempo justo para hacer la cena, sus tres hijos estaban aguardándola deseando contarle la hazaña que estaban preparando. 
  • Muy bien, buena idea. ¿Cómo lo llevaréis a la iglesia? 
  • Habíamos pensado que tú en el coche - dijo Quique.
  • Cariño, el horario parroquial no coincide con el mío, ya lo sabéis. Cuando llego de trabajar, el cura ya está viendo la televisión. 
  • Bueno, no importa - terció Aurora -. Si nos dejas el carrito de la compra, lo llevamos nosotros mañana mismo. 
Y así quedó la cosa.

Al día siguiente, nada más llegar del colegio y sin quitarse el abrigo, cogieron el carro y en él fueron depositando con mucho mimo la juguetería que habían apartado para aquellos chavales que tenían peor suerte que ellos. Cuando iban a cerrar el improvisado vehículo, Lidia recordó que su madre guardaba en el maletero de su alcoba una Pantera Rosa de peluche, regalo del novio que tuvo el año anterior. 
  • ¿Y si la llevamos también?
  • Es de mamá, no podemos.
  • Auro, no seas pesada. A mamá no le gustó nunca mucho, no la ha puesto en ningún sitio que se vea... y ya no sale con Guillermo. 
  • Podemos votar - dijo Quique- . Pero no a mano alzada, que luego os chiváis, sino con papelitos.
  • ¡Papeletas! - gritaron las otras a la vez.
El recuento de aquel referéndum fue corto y claro: dos a favor y uno en contra. Ganó el sí. Cogieron al felino y con él coronaron el montículo de muñecos y demás artefactos. Pink Panther asomaba la cabeza con su bigotes torcidos y su pícara mirada. 

Los tres hermanos se fueron alternando en llevar el carrito hasta la parroquia, no porque pesara o fuera dificultoso guiarlo, sino por la ilusión que a cada uno le hacía participar activamente en la aventura. Llegaron al despacho donde Íñigo, el cura más joven que, como buen carismático, los recibió alzando los brazos y agitando las palmas de las manos. Les alabó el gesto que habían tenido y, a medida que sacaba los juguetes y los depositaba sobre una mesa de madera oscura, les repetía que le dieran las gracias a su mamá por haber pensado en los más necesitados. También les dio una hojita de papel donde se indicaba que el 5 de enero, a partir de las nueve de la noche, algunos voluntarios irían repartiendo los regalos por las casas de quienes habrán pedido previamente esa ayuda. Se solicitaban manos generosas para llevar ilusión.

Contentos, los niños regresaron a su casa sorteando las losetas rotas y comprobando cuánto podía avanzar por sí solo el carro, dándole un pequeño empujón. 

A pesar de su alegría por la buena acción que habían llevado a cabo, aquella noche Aurora casi no durmió. Le remordía la conciencia a costa de la Pantera Rosa y también temía la reacción de su madre. De nada serviría alegar que lo habían decidido por votación y que ella, la mayor, se opuso desde un principio... ¡Ojalá nunca la echara en falta! Aunque siempre podrían responsabilizar a Irina, la asistenta que no sabe planchar, según dice mamá. 

Pasó un día y otro y otro. Semana tras semana llegó el 5 de enero. La madre estaba extrañamente feliz y dicharachera. Había ido a la peluquería, se había dado mechas de otro color y llevaba de vacaciones desde la Noche Vieja. 

Cuando Aurora la ayudaba a poner la mesa para comer, se acordó del impreso que el sacerdote les había entregado la vez que aterrizaron por ahí carro en ristre. 
  • ¿Vas a repartir juguetes esta noche, mamá?
  • No lo había pensado, pero he visto al párroco pegando carteles. No deben de haber reclutado a mucha gente.
  • Si quieres, te acompaño - soltó la niña con voz luminosa. 
  • Si voy, tendrás que quedarte cuidando de tus hermanos, doña Frufrú.
Hacía mucho que no la llamaba así. Sabía que, cuando lo hacía, era su peculiar manera de desmostrarle su cariño. 
  • Trato hecho. Me quedo con ellos y luego, cuando vuelvas, hacemos chocolate y comemos el roscón. 
  • Un poco tarde para todo eso, pero bueno; al fin y al cabo mañana es fiesta.
Y la madre, inesperadamente, puso la misma sonrisa que cuando Lidia gana medallas en natación. 

Al despacho parroquial fueron llegando los pocos voluntarios que aquellos clérigos habían sido capaces de reclutar. La madre reconoció algunos rostros, saludó a todos y cada uno de los presentes y a los que se iban incorporando al comité. Íñigo, el carismático, había confeccionado unos marcapáginas a partir de fotografías de paisajes, con frases del Nuevo Testamento. Era una forma humilde, pero sincera, de agradecer la tarea de quienes dejaban por unas horas el confortable sofá de sus casas para ir de excursión a la zona menos noble del distrito. 

La madre de Aurora leyó la frase que le había tocado:  “el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (I Corintios, 13, 7)”. Intentó atisbar si el resto de marcapáginas tenía la misma cita, pero apenas pudo ver que las había más largas y más cortas. Para ella, auxiliar de laboratorio, la vida era líquida como los humores, amorfa como las células y ambigua como como la propia ciencia. Por lo tanto, aquel trocito de epístola paulina no era más que una idea en un mundo de ideas. 

Cada voluntario cogió una bolsa con objetos. La de ella apenas pesaba. Echó una mirada al interior y vio cuatro o cinco paquetes ataviados con papel de colores y de formas distintas, unos más largos y otros más chaparros. Habían dispuesto que irían de dos en dos, para hacer menos tediosa la labor.
  • Espera - le dijo Íñigo- como veo que llevas lo de Capitán Roi 15, coge también ese otro de la esquina y ten cuidado -le dijo en tono jocoso y guiñando un ojo- que va la Pantera Rosa. La dejas en el tercero izquierda. 
El camino hasta esa calle era dificultoso. Diciembre había sido un mes lluvioso, enero nació nevando y el barrizal formado en esos andurriales apenas asfaltados y alumbrados por farolas afónicas y cegatas, hacía que ella y su acompañante, un joven universitario que le iba contando sus andanzas del verano, tuvieran que moverse como si jugaran a la rayuela. 

Se atravesó un gato que salió de la oscuridad bufando y salpicando el bonito abrigo de la madre. Esta, un poco por el susto y otro poco por coquetería, hizo el gesto de pasar la mano por las manchas de barro, dejando caer involuntariamente el bulto con la pantera, que llevaba fuera de la bolsa. Apurada por haber sido ella la del descuido, empezó a compadecerse en voz alta, pasando pronto a despotricar del clima, la noche, el gato, el frío y “el capricho de mi niña”. 

El joven que la acompañaba optó por no decir nada al principio, limitándose a coger el paquete del lodazal y, con su pañuelo, intentar asearlo. Viendo que el esfuerzo era inútil, no tuvo más remedio que hablar, diciéndole a la madre que lo más elegante sería desenvolver ese muñeco y entregarlo desnudo pero limpio, no con el papel hecho un asco. 

Mientras retiraban el envoltorio, la cara de ella se fue mudando. Pasó de la contrariedad por el incidente gatuno a la risa ahogada en sonrisa cuanto contempló que no era una Pantera Rosa cualquiera, sino la suya, porque en el lazo que ceñía el cuello de aquel felino de trapo su amigo Guillermo había dibujado sus iniciales: G y E. ¡Vaya con sus hijos! ¿Y ahora qué podía hacer? Llevársela a su casa la obligaría a dar muchas explicaciones y compensar con otra cosa a la familia que esperaba ese obsequio. En cuestión de milésimas de segundo se despidió mentalmente del peluche y del único recuerdo material que le quedaba de aquel novio pasajero al que rechazó de la noche a la mañana, siguiendo su máxima de que era mejor repudiar a tiempo que ser repudiada. 

Repartieron los paquetes, estrecharon manos, abrazaron torsos, se tragaron algunas lágrimas, también rieron y, al llegar a la avenida principal, se despidieron, marchando cada cual a sus respectivos hogares.

Pasaban quince o veinte minutos las doce cuando la madre abrió la puerta. Sus hijos la esperaban despiertos, viendo en la televisión una película musical. Dudó si soltar a bocajarro lo de la Pantera Rosa, pero esa vez no se dejó llevar por su temperamento y, uno por uno, fue besándolos. Convinieron los cuatro en dejar el chocolate para desayunar y se retiraron a descansar. 
En el silencio de la noche, cuando los Reyes penetran en los sueños de las almas sinceras, se oyó a Aurora acercarse de puntillas a la habitación de su madre quien, haciéndose la dormida, percibió el aliento de su hija al lado de la oreja. En voz baja, temblorosa e insegura, la niña le dio las gracias por haber ido a repartir juguetes y le pidió perdón por haber llevado la pantera a la parroquia sin su permiso, pero que sus hermanos se empeñaron y ya sabía cómo eran. Le prometió que ahorraría su paga para comprarle otro muñeco igual. En ese momento, los corintios de san Pablo se instalaron en la frente de la matriarca y esta, comprendiendo de repente el misterio del mensaje, dejó que un riachuelo de lágrimas mojara su hasta entonces estéril y fría almohada. 

NOTA: Tomé la fotografía en Milán, el 26 de agosto de 2016.