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2 de diciembre de 2016

Arquetipos vitales (V): Frente al Sol sin quemarme









“El lucero del alba no es una estrella”, me contaba mi abuelo, pero yo me pegaba al aire para vislumbrarlo cada mañana mientras duró aquella extraña convalecencia de mi madre que hizo que, un lunes de mayo, me viera de pronto en un paisaje de salinas y arena, conviviendo con gaviotas y con todo el tiempo libre de obligaciones. No tenía que ir al colegio y las tareas que me impusieron las profesoras no me llevarían más de cinco o siete días para completarlas, pues yo era una alumna despierta, aplicada, a la que le gustaba estudiar. Ninguna asignatura se me resistía de momento.


Así que mis ojos se abrían a la nueva realidad que suponía tener una madre tan delicada que, para restablecerse, tenía que estar lejos de mí. Presentí desde el primer minuto que no volvería a verla y que me quedaría allí, con mis abuelos, toda la vida. No me importaba sacrificarme, con tal de salvarla a ella, y así se lo pedía a Jesús en mis rezos nocturnos.


Madrugaba para ver la estrella que no es tal, como ahora hago mientras recojo mis bártulos y los clasifico cuidadosamente en cajas que carecen de destino, que no volverán a abrirse, que morirán plácidamente y sin dolor, que acabarán en el paraíso de los inocentes y quién sabe si, dentro de unos años, en algún contenedor de residuos.


Si fuera valiente de veras no empaquetaría nada, dejaría que mis enseres integraran el esqueleto de esta ballena varada que será mi casa a partir de ahora. Decidí suspender el tratamiento porque se me hizo la luz y comprendí que no resucitaría si continuaba intoxicándome. “Tendrás un retroceso”, me dijo el médico con tono amenazante, “pero veré por fin el Sol”, le contesté fijándome en el gesto que hizo con su cabeza, a medio camino entre el rechazo y la sorpresa.


Hago un alto en el camino para mirar tras los cristales. El cielo anuncia lluvia y me doy cuenta de que los momentos importantes de mi existencia han ido acompañados de agua, elemento con el que me siento hermanada. Diríase que me remonto al líquido amniótico de mi incipiente vida, donde todo era placer, el tiempo no existía, nada era ruido, todo fueron calor y mimos en un ensueño celeste que me mantuvo a salvo de los chirridos exteriores.


"Yaya, enséñame a hacer pan". "Yo no sé hacer pan, cariño, pero puedo cocinarte todo lo demás y, si quieres, te guío para que hagas un gazpacho".


Comíamos en el jardín los nutritivos manjares con que mis mayores cuidaban mi crecimiento. Bajo la mesa y a hurtadillas, yo dispensaba pedacitos de fruta a los gatos del vecino que, maleducados y arrogantes, se instalaban en la casa de mis abuelos todos los días del año, desde la hora del desayuno a la de la siesta. Eran tres mininos atigrados  con antifaz negro, a buen seguro hermanos, que recorrían la parcela como los reyes del mambo y, con su actitud, dejaban claro que eran ellos quienes nos hacían el favor de ser visitarnos.


Comienza a llover y lo hace con fuerza. Las gotas golpean los cristales. “Quieren entrar”, me digo a mí misma, pero hoy no es día de audiencia, dejo las ventanas cerradas y sigo embalando libros, cuadernos, discos, cuadros, fotografías… memoria viva de acuerdos y desacuerdos que encierran en sí mismos un resumen de lo que he ido siendo desde   que me nacieron.


Suena el teléfono y corro a cogerlo. No sé por qué me apresuro, pues ya nada es urgente para mí y, como en el fondo todos medimos la vida con nuestra propia vara, tiendo a pensar que lo que no me importa tampoco le afecta a nadie. Mi interlocutor es un viejo amigo que me invita al teatro y acepto porque es de esas obras sobre las que no hay  telón que baje y oculte el escenario: todo a la vista, como es actualmente mi vida. Los cortinones subrayan el final de la escena, son la frontera entre el pasado y el presente, únicos tiempos permitidos por la Academia de la dramaturgia. Y como la vida es puro teatro y a veces opereta, pronto germinó en todos nosotros la semilla puesta por los racionalistas a favor del carpe diem y eso de vivir el momento. Mas yo me libero y tengo mi mente ocupada con el futuro que imagino como el río que nos trae y lleva, aquel cuyas aguas no son nunca las mismas, pues el movimiento continuo no sabe de pretéritos ni de ahoras.


Tengo por delante toda la vida, aunque los galenos contemplen mi final, pues se vive cuando las cosas cambian, se vuelven distintas y sabemos apreciar la diferencia. Me queda disfrutar de un tiempo sin deberes, como aquella temporada que pasé con los padres de mi padre. El mes que viene todo será luz y alegría, pues habré escuchado la trompeta que me autoriza a hacer mi santa voluntad. Soy como la vela cuya llama va creciendo a medida que disminuye la cera que la sostiene. Sé que me apagaré, pero  tomo mi agonía como el regalo de estar consciente, ya que abomino de las recetas que te imponen paraísos tramposos para evitar que mires de frente y abras tus sentidos al anuncio de la verdad.


Hasta el momento he vivido casi setenta años. He tenido hijos, nietos, dos maridos y un hijastro. En Alemania estudié astrofísica, carrera que jamás ejercí, pero que volvería a iniciar, sin dudarlo, cada vez que renaciera. Además, trabajé mucho para mi familia haciendo esas cosas que nadie considera, pero que todos echan en falta cuando no las haces. En fin, una biografía corriente en unos tiempos vulgares repletos de estándares y uniformados pensamientos. Ahora me identifico con aquella niña que fui, que jugaba aparentemente ajena a cuanto la rodeaba, pero que, en realidad, era sabedora de lo que se cocía en su entorno. No volvería a ver a mi madre, pues su convalecencia no fue de enfermedad, sino de vida conyugal. Abandonó a mi padre, me abandonó a mí, se marchó con una maleta pequeña  y sus joyas. Más adelante supe que vivió en México y que yo tenía dos hermanos de pelo moreno que me mandaron unos zarcillos de esmeraldas y perlas cuando ella murió.


Hoy la respeto. Jamás justifiqué lo que hizo ni fui clemente, pues no hay juez más severo que un hijo herido y, como sé que el sufrir pasa, pero el haber sufrido no pasa nunca, he sido siempre indulgente con mis vástagos, a los que he tratado no con amor de madre, sino con el amor verdadero de los soles y las estrellas, que nos alumbran aun sabiendo que ni siquiera los miramos. Tampoco me dio tiempo a comprenderla, porque poco a poco fue desapareciendo su impronta, a base de referirse a ella nombrándola por su nombre de pila. Se me olvidó que Regina era mi madre y que seguramente pensaba en mí de vez en cuando.


Dentro de pocas semanas parto a Suiza, a un centro de reposo donde cuidarán y mantendrán la luz de mis ojos hasta que la bilis suba y el corazón se calle. Me hace  ilusión resucitar en la tierra de Guillermo Tell, pues conmigo morirán enfermedades, defectos, problemas, dificultades diarias y los borrones que a veces eché al escribir mi trayectoria. Siempre he estado dispuesta a transformarme, aprendiendo a vivir con la piel que en cada momento fui mudando: tersa y suave o con arrugas y manchas.


Me desato de fármacos, pautas y protocolos que me aplican sin haber pedido yo nunca. Me libero de pensar en la muerte porque ya no le tengo miedo; sé que llegó y, por eso mismo, ya es pasado. He visto cómo el sol de medianoche alumbra mi camino hacia la eternidad, esa en la que atisbo a mi abuela horneando el pan que por fin habrá aprendido a hacer. En esa eternidad Venus será estrella, si yo así lo decido, y quizá vea a mi madre  y hagamos las paces. En esa inmortalidad estaré frente al Sol sin quemarme.



NOTA: La fotografía fue tomada en Vannes, el 8 de agosto de 2015 ("Los dones llegan si miras bien")

17 de mayo de 2016

Arquetipos vitales (IV): El mundo no es un lugar



Dejó la rosa en agua y, al sujetarla al vaso donde la puso, se percató de que le habían quitado las espinas, seguramente en la floristería. Quedaban las hendiduras de los aguijones y ella pudo contar hasta siete muescas. Inmediatamente se echó la mano al costado, recordando la herida que se le abrió aquella tarde del mes de marzo, y palpó la cicatriz que le quedó desde entonces, una huella invisible a los ojos, pero muy presente en su memoria y del todo perceptible para sus dedos.

Fotografió la flor y la guardó con mucho celo en su teléfono, no sin antes enviarle a su  Romeo la instantánea, para que viera que, contrariamente a lo que él le sugirió, no la tiró a la basura. Acto seguido empezó a bailar una danza a caballo entre el cadereo africano y la sensualidad hindú, dando vueltas por todo el jardín y al mismo tiempo mirando de reojo a su perro, que andaba merodeando la mesa del porche e intentaba acercarse a la rosa. Mientras giraba y giraba, vibró el teléfono en el bolsillo de su falda, pero ella no se dio cuenta, pues de sobra es conocido que la plenitud y la dicha, cuando aparecen de la mano, acallan los ruidos externos. Saltó el contestador y una voz grabó lo siguiente: “Hola, Flaca. Marcos se representa con un león porque su evangelio comienza con el Bautista predicando en el desierto, donde se pensaba que había animales salvajes. Además, su escrito sirvió de catecismo para aquellos que, abrazando la nueva religión, se disponían a recibir las aguas bautismales. El hombre alado es Mateo y el toro, Lucas. Estaré fuera hasta el domingo. Hace un tiempo atroz, un calor inaguantable y se me rompió el reloj nada más aterrizar, por ir jugando con él y pensando en una boba que se ha quedado en Madrid. Supongo que estarás haciendo alguna de esas cosas raras que te gustan. No ligues con el más tonto”. Cuando escuchó el mensaje, pasada al menos media hora, recordó parte de la primera conversación que mantuvieron y cómo se enzarzaron en agotadoras disquisiciones artísticas, para acabar criticando, por parte de aquel seductor, la pintura religiosa. ¿Por qué llamaba ahora, contándole a ella la interpretación simbólica de los evangelistas? ¿Y por qué ha viajado hasta Israel en esta época veraniega, para estar allí tan solo seis días?

Pasó casi toda la noche recordando el tono del recado, analizando de memoria la inflexión de la voz, rebuscando en los rincones de las palabras cualquier matiz o sombra que introdujera otro significado en el discurso. Hubiera preferido una despedida distinta, no lo del ligue tonto, un adiós más afectivo habría estado mejor, más acorde con lo que ella se merecía. Pero, cuidado, la luna hizo saltar la alarma en un boquete de su mente y empezaron a aflorar pensamientos oscuros que la llevaban a divagar acerca de ideas que anteriormente no había concebido. Pensó que, a lo peor, la flor no quería decir nada y que pudiera ser que eso de obsequiar rosas sin espinas fuese la pauta con que semejante pavo real agasaja y conquista a las mujeres.

Se acercó a la biblioteca y, aunque le costó encontrarlo, al fin dio con el Tenorio, aquel librito subrayado en algunas partes, las mismas que tuvo que aprenderse cuando representó a  doña Inés en quinto o sexto de bachillerato.  Lo releyó entero y, mientras avanzaba en la lectura, notó que una gota de hiel inundaba su paladar, que dos lágrimas corrían por su rostro y que la tristeza se instalaba entre sus pechos. Sintió pena de sí misma, por no haber medido bien sus fuerzas. Estaba acostumbrada a relacionarse con personas que la admiraban, que se rendían ante su personalidad, pero ahora era ella quien se fascinaba ante alguien distinto, diferente a los hombres a los que había amado, dirigido o simplemente tolerado. Estaba convencida de que les unía un pacto antiguo no escrito, de esos que se firman en el éter cuando la luna crece y los sueños se disparan.  En su fuero interno sabía que ambos habían cruzado las miradas cientos de veces sin reconocerse, que probablemente alguna vez habían observado a la par el mismo cuadro en una exposición o franqueado juntos el portalón de algún palacio europeo, en cualquier viaje de trabajo o placer. Y siguió reflexionando sobre lo extraña que es la vida cuando, de manera abrupta e inesperada, da un golpe de timón sin aparente sentido. Llevaba años remando en aguas tranquilas y, de repente, su barcaza se precipitaba por cascadas y torrentes...

A la mañana siguiente, tras la tormenta de sus entrañas, cogió la correa del perro y salió con este a dar una vuelta. En el parque, mientras el can perseguía a unas palomas, volvió a escuchar el mensaje, destacando ahora que iba pensando en ella cuando se le rompió el reloj. ¡Qué hermosa metáfora le pareció contemplar: se para el tiempo y la vida es eterna a partir de ese instante! Esto le hizo pensar en las fotografías, en cómo congelan  para siempre la vida. Se acordó de la rosa del vaso y fantaseó sobre la idea de que siempre permanecería fresca gracias a la instantánea que le sacó con el móvil, por más que en el mundo real se marchitara y terminara secándose. ¿Qué haría ella si perdiera la memoria? ¿A quién llamaría en sueños? ¿Con quién se reiría? ¿Dónde buscaría sus recuerdos?

"No deje que su perro se acerque mucho a las palomas, que están enfermas". Una voz metálica la sacó de su ensimismamiento, levantó los ojos y vio un hombre mayor de piel bronceada que hablaba ayudado por un laringófono. "Disculpe que me entrometa, pero son muy dañinas y además trasmiten enfermedades. No querrá que su perro coja algo..." Le dio las gracias, el señor siguió su camino y ella permaneció en el parque hasta la hora de comer.

No volvió a tener noticias de su amante hasta la noche, en que le mandó un guasap. Era la imagen de un águila tallada en piedra. Debajo, le escribía: "Este es tu escudo, Flaca. Cuídalo, porque en él llevas a san Juan evangelista, el discípulo más amado." Estuvieron un rato intercambiándose misivas, hasta que llegó un "me voy a dormir, que mañana quiero acercarme a Tel Aviv. El sábado regresaré a Jerusalén.  Mil besos".

La víspera del regreso de su amor, las noticias informaron de que, cerca del Huerto de Getsemaní, un terrorista suicida había hecho estallar las cargas que llevaba alojadas en su chaleco. Como consecuencia del atentado, murieron ocho personas y otras diez resultaron heridas, además de producirse cuantiosos destrozos materiales. Todas las víctimas eran extranjeras y se encontraban con un guía turístico local, que salió ileso, al haberse resbalado y caído al suelo en el mismo instante de las detonaciones, queriendo la suerte que varios cuerpos  cayeran sobre él, protegiéndolo. Inmediatamente un gélido rayo le pasó por las vértebras, cuando la locutora comunicó que en el grupo se encontraba un español de mediana edad.

De esto hace casi dos años. Ella acude cada semana a la residencia donde vive él. Suele llevarle chocolate y papel de colores. Le habla con la voz, con las manos, con la mirada y hasta con el pelo. Sobre todo, a él le gusta que le acaricie el rostro y que le bese el cuello. Sonríe cuando cuando siente el paso de las yemas por las patillas o de los labios en la nuca y, como rey agradecido, responde siempre dándole una pajarita de las que va haciendo con los pliegos que su fiel amiga le trae.

Cuando fue repatriado, lo llevaron directamente a un hospital. Se repuso de las lesiones físicas, es decir, de la rotura de tímpanos y de la clavícula fracturada. Pasaban las semanas y los facultativos, que al principio pensaban que sería temporal, empezaron a entender que su paciente había elegido la mudez como forma de estar en el mundo. Atendía a todo, no estaba ausente de nada. Su familia se desesperaba, no conseguía acertar con el modo de relacionarse con él de manera adecuada. No lo dejaban solo en ningún momento. Cuando salía a la calle, siempre iba con él algún guardián que observaba cuanto hacía, para luego ponerlo en común con el resto de sus parientes.

Una noche, cuando los demás dormían, escribió en la puerta de la nevera, con un rotulador rojo de tinta indeleble, "quiero irme de esta casa, tengo dinero suficiente para pagarme otro hogar, dejadme en paz". Como no le hicieron caso, se tomó un tubo de tranquilizantes y apareció en el suelo con la boca llena de espuma.

Los incidentes se fueron haciendo cada vez más frecuentes y, reunido el sanedrín familiar,  decidieron llevarlo a una residencia frente al mar. Cierta mañana, paseando por la playa, observó cómo unos niños recibían su clase de vela, advirtiendo en el chaleco del profesor  la imagen de un águila con las alas abiertas. Se acordó de ella, de su última amante, del aroma a lirios de su colonia, de los postres que compartieron y las calles que pasearon. Por primera vez sintió nostalgia y regresó al asilo con la esperanza de encontrarla... Tres o cuatro días después, se armó de valor y sacó el teléfono del armario donde lo había metido con el firme propósito de olvidarlo para siempre. Afortunadamente no había perdido la memoria, por lo que fue fácil atinar con la contraseña y dar con el contacto que buscaba. ¡Maldición! No tenía línea, era un dispositivo enmudecido como él mismo.

Acudió a recepción y escribió en el reverso de un folleto publicitario de la residencia que, por favor, llamaran a ese teléfono y, si atendía una voz femenina respondiendo al apelativo de Flaca, le dijeran que él vivía en esa institución, que había optado por no hablar y que, si quería, podía venir a verlo.

Desde esa llamada, ella tiene la impresión de que la vida la premió de nuevo, pues nada le gusta más a una verdadera dama que poder dedicarse en cuerpo y alma, pero sobre todo en alma, a hacer feliz a quien ha elegido.

La vida transcurre plácida. Por primera vez, ambos se relacionan como quieren, sin  atender a las normas de los demás. Quienes los ven, perciben que son cómplices en un  mundo que solo ellos conocen, que solo ellos cuidan, que solo a ellos pertenece. Un mundo sellado con las alas de piedra que un día él le mandó por guasap y que, gracias a la papiroflexia, revolotean a su alrededor.


NOTAS: 
1.- Este relato es la continuación del arquetipo vital III de esta serie.
2.- Sobre la fotografía: Fue tomada en Étrétat (Bretaña), 14-8-15

5 de diciembre de 2015

Arquetipos vitales (III): El emperador baila solo



En los últimos tres meses, había transitado por cinco aeropuertos y siete estaciones ferroviarias. Hoy le tocaba Almería; a las cuatro de la tarde comenzaría a explicar a un alumnado incierto las claves del relevo generacional en las empresas familiares. Eran las diez y cuarto de la mañana y estaba en la sala de embarque. Primer viernes de marzo de 2014, día 7 por más señas.

La azafata de tierra anuncia que los pasajeros preferentes y quienes viajan con niños ya pueden enfilar hacia el mostrador, ordenando que todo el mundo tuviera preparada la tarjeta de embarque y su documento de identificación. Ella cerró el libro que leía, desactivó su teléfono y palpó la cartera de llevaba para comprobar por enésima vez que portaba sus papelotes, el iPad y dos cargadores. Siempre le gustó volar, mirar las nubes a través de la ventanilla, imaginar que los titanes empujan la aeronave y que el sol cobija bajo sus rayos ese cascarón de metal y fibra que surca las autopistas del cielo. Pensó en los argonautas y en cómo habría sido su viaje de contar con aviones; imaginó un Jasón a los mandos mientras oteaba, a vista de pájaro, campos y caminos en búsqueda del vellocino.

Debió de quedarse adormilada unos minutos cuando la despertó su propio estremecimiento de frío. Ajustándose la chaqueta, echó un vistazo afuera. Cordilleras, valles, rocas y tonalidades grises. Pensó que ya estaban cerca del destino y que aquello debía de ser Sierra Nevada. Notó que la nave ralentizaba la marcha y de repente emergió ante sí la más maravillosa criatura que jamás vio. Era el Mulhacén, con su melena y barbas blancas de nieve, la presencia corpórea más grande de la península, la majestad encarnada en piedra, la sabiduría y astucia de los miles de años que acumulaban sus riscos. Ella sintió que era el soberano de Andalucía, el señor de las cordilleras, el emperador de las nubes, el dueño de los vientos y el amo de los glaciares. La imagen del coloso transmitía poder y serenidad, también clemencia hacia aquella boba que hubiera dado siete semanas de su vida por alargar la mano y tocarle la capa de armiño a ese ser mayestático que le hablaba sin sonidos. Notaba que el pecho se le ensanchaba y que un estado alegre le recorría el cuerpo. Retiró los ojos de esa cumbre y recorrió con la vista los asientos cercanos de la cabina: cada cual a lo suyo, parecía que nadie se había percatado de tanta belleza.

Aquel mismo día, por la noche y tras la cena, paseó por la plaza contigua a su hotel y observó cómo cientos de personas hacían cola y guardaban turno cerca de una iglesia. Era una fila en espiral, ordenada, tranquila, sin bullicio, nervios ni prisas. Preguntó y le aclararon que eran devotos de Jesús de Medinaceli y ella elevó la vista hasta el campanario: faltaban unos minutos para las once, seguramente esas personas pasarían allí bastantes horas más… Otro rey de reyes esculpido y quieto.

Viernes 13 de marzo de 2015. Del techo colgaban unas lámparas regias que conferían a la estancia cierto aire palaciego. Ella esperaba sentada a la mesa, imaginando que aquel comedor en realidad era un salón de baile. Le vinieron imágenes de corsés y boquillas largas, espejos, abanicos, plumas y aromas empolvados… A las tres en punto llegó su cita, vestimenta oscura y corona nívea, mirándola desde arriba, desde la cumbre de un orgullo que no era jactancia, sino esplendor y lucimiento. Permitió que le mirara a los ojos y ella vio en ellos el reflejo del Mulhacén. Pensó que el ayer, cuando regresa, en realidad fue un futuro que ahora busca su acomodo y que, entre esa montaña resplandeciente y el comensal de ahora, existía un hilo conductor que ella y solo ella sería capaz de averiguar.

La conversación entre ambos transcurrió por lugares poco trillados, nada protocolarios. Tuvo la sensación de estar siendo interrogada por un rey condescendiente que ha dejado su atalaya para mezclarse entre la humanidad de sus vasallos. Sintió que sus respuestas provocaban reacciones a las que no estaba acostumbrada y que la empujaban a servirse de la esgrima para sortear envites. Pensó en su admirada Sissi, la de verdad, la del vals negro y no el tecnicolor almibarado de una Schneider pepona e irreal y sintió que el estilete de Luccheni le punzaba el corazón en ese salón de baile donde solo el emperador danzaba.

Terminada la comida, transitó sola por todo tipo de calles. Llegó a una donde decenas de feligreses aguardaban a entrar, ávidos de rozar con sus labios el pie quieto del Jesús de Medinaceli que reina en sus almas. Y mientras bajaba hacia el Paseo del Prado preguntándose acerca de tanta coincidencia, notó el calor de un hilo de sangre encharcándole la blusa. Supo entonces que renacía en los brazos de un Mulhacén que la invitaba a subirse al tiovivo de su audacia.



NOTA sobre la fotografía: Tomada en Vannes (Bretaña), 10-8-15


15 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (II): Uno y uno es uno o la cinta de Moebius



Aquel día se levantó resacosa. Llevaba años sin probar el alcohol, pero recordaba esa sensación de vacío y alucinación que la mantenía flotando en la nada. Era consciente de que el sueño debió de vencerla ya de madrugada, cuando las constelaciones empiezan a ocultarse a la mirada de los insomnes. Sabía que las decisiones no deben tomarse cuando nos embarga la tristeza o el enfado, mas era preciso actuar, ser protagonista de su propia historia y encarar los vientos del destino con velas renovadas.

Cogió papel y lápiz y apuntó "Me he pasado la vida amando a los demás y descuidándome". No acababa de releerla cuando la tachó y cambió la frase por esta otra "Nací para amar por encima de mis posibilidades". Y siguió apuntando con la letra menuda de siempre "pues quizá nunca estuve preparada para el desamor. No se trata solo de la educación recibida, sino tal vez sea un rasgo de carácter. He aprendido que no sé amar porque me duele abandonar más que ser abandonada". Y llegando a este punto, las lágrimas brotaron de unos ojos cansados, enrojecidos y dilatados para poder ver lo que no es perceptible a través de ellos. Entonces, vino a darse de bruces con la imagen de un ilusionista de circo, uno de tantos de los que acapararon su atención infantil en tardes de colores y risas, de los que sacaban pañuelos de un cigarro y conejos de una chistera aparentemente vacía. De los que, a pesar de utilizar trucos y artimañas, siempre la fascinaron porque la transportaban al mundo paralelo de la magia. Se acordó también de un juego con naipes que su padre le enseñó y de lo que su progenitor hacía con la gente sentada en una silla.

Sumida en estos pensamientos, cogió una baraja y, removiéndola varias veces, escogió a ciegas una carta: el as de espadas, atributo del rey Arturo, protegido de Merlín. Ojalá ella tuviera a su lado un druida así que la guiara sabiamente, advirtiéndola de los peligros, capaz de transformar el éter en materia y viceversa. Pero la realidad es obstinada y las cosas no aparecen cuando se las llama... ¿o sí? Abandonó sus pensamientos, fue hacia el baño para asearse y, secándose, adivinó que las cosas grandes y extraordinarias llegan tras momentos de lucha y zozobra.

Encendió la radio y oyó, entre las noticias que iba escuchando, que alguien le decía con voz amistosa y segura "no corras por quien no es capaz de andar a tu lado". Esta frase la leyó en alguna red social meses atrás y enseguida pensó que se trataba de una alucinación auditiva.

Se preparó el desayuno y, al untar mantequilla en el pan, apareció sobre la mesa una fotografía suya de cuando nació, en brazos de una abuela que, con la mejor de las sonrisas y la mirada más cariñosa, sin palabras le repetía una y otra vez "haz bien y no mires a quién". ¿Cómo llegó hasta allí la foto? ¿Sería verdad que, en ese instante congelado que revelaba la imagen, su yaya le transmitió tamaño mensaje? Lejos de asustarse por lo que estaba pasando, se dio cuenta de que Merlín estaba con ella y le mostraba la verdadera realidad de su existencia, que no era otra que encontrar el equilibrio entre lo que le gustaría hacer y lo que debe hacer. Pero hasta que el fiel de su balanza encontrara el punto muerto, tanto debate interno la consumía.

Salió a la calle y se fue caminando cuesta arriba, dejando tras sí varias paradas de autobús. Llevaba la mente en blanco, aunque no estaba ausente, sino conectada con todo. Era capaz de distinguir el humor de cada conductor por el ruido que hacía su vehículo al frenar o arrancar; percibió que los pájaros se contestaban unos a otros y que el sol le traía noticias de Ítaca.

Al torcer una esquina vio un teatrillo antiguo, con una marioneta en medio que le hizo un guiño. ¡Era Merlín! Vestido de blanco, le recordó que en algún universo paralelo ella no había nacido aún, que en otro ya había solucionado lo que ahora tanto le preocupaba y que, probablemente, era polvo de estrellas o rama de olivo en cualquier punto de la línea que trazan espacio y tiempo. También le trajo el aroma a rosas de su abuela y comprendió en ese instante que debía seguir el consejo que ella le dio. Tenía que perdonar y perdonarse, mirar de frente al miedo para que este se disipara, dejar a un lado todas las ideas que cercenaban su autoestima, pensar que ella y sus paralelas identidades componían sin embargo una unidad. Eran el uno, lugar donde todo nace, esencia que todo abarca, pensamiento y acción, causa y efecto de todas las cosas, lazo moebius que envuelve universos lejanos. Y volvió a estar más tranquila, como cuando de pequeña, en el circo, los prestidigitadores ejecutaban su número sin que el truco de adivinara. Pura magia.

NOTA sobre la fotografía: Tomada en la calle Segovia (Madrid), 15-11-15


9 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (I): El sinnúmero





Cerré os ojos y me vi atravesando una urbanización. Amplias avenidas parecidas al lugar donde viví durante muchos años. Los árboles de las aceras se inclinaban saludándome y mi perro caminaba al lado, cuidando de que no me extraviara. Ante mí se abría un camino ignoto y, aunque desconocía el tiempo que me llevaría concluirlo, tenía la impresión de que disponía de eras estelares completas… Nada me importaba más que caminar y caminar, hacer camino a medida que avanzaba paso tras paso, sin mirar atrás. Hatillo al hombro, iba tirando todo aquello que me pesaba y los cascabeles que adornaban mi cuello sonaban alegremente, fundiéndose su sonido con el de la brisa matutina.

No era consciente de abandonar nada, sino de seguir mi instinto. Carpe diem resonaba en mi corazón y le ordenaba al cerebro que se adecuara a esa orden, abandonando el canon cartesiano que siempre, en el fondo, me ha sido tan hostil. Zas, zas, zas, un pie adelante y luego el otro, confiando en el aire y en mi instinto, percibiendo con asombro pueril las tonalidades de la luz solar, los juegos de mi sombra en el asfalto, los ruiditos guturales de mi hermano canino…

En un salto cuántico llegué a Monte Sant’Angelo, concretamente al lugar donde habitan varios ermitaños. En este sitio se concitan personas de todas las creencias y así lo atestiguan los símbolos que jalonan muros y esquinas. Lo considero un punto energético a caballo entre el monte y el mar, crisol de incienso y aromas salados del Adriático, donde es posible sentir la intención pacífica de vocablos pronunciados en recónditos idiomas y dialectos. Sentí que estaba llegando a mi casa, no en sentido material, sino como una morada interna que me fortalecía a través de la inocencia y la sencillez. Noté de pronto que mi niña interior se hacía carne bailando danzas primitivas, nacidas de las entrañas de la tierra. Salió un eremita y, al verme, dejó que mis brazos y piernas danzaran girando como un derviche frente a la playa de Manfredonia.

¿Era un loco o un sabio quien me abducía? Hay que estar muy cuerdo para saber que todo llega a tiempo, unas veces a pie y otras en Vespa, y que nada nos perjudica más que nuestros propios pensamientos cuando estos se oxidan y corrompen.

Tras este viaje, continué con los ojos y los oídos abiertos, con el olfato agudo de mi hermano perro, con el tacto sensible de unos labios enamorados, con el gusto afinado de quien se deleita con aquello que no puede comer. Y érase que se era y que fue una semana en la que me encontré con dos locos más provenientes de la región de Puglia, allí donde se emplaza Monte Sant’Angelo, uno en la calle del Prado y otra en el patio de una red social. Como sé que no hay casualidad sino sincronicidad, el hatillo que vacié mientras emprendía mi viaje está ahora lleno de todo, porque el arcano sin número no cuenta ni pesa ni mide.



NOTA sobre la fotografía: Vietri Sul Mare, 20-8-2015

16 de septiembre de 2015

Dudas atemporales



¿En qué sistema vivimos?
¿Hay subsistemas dentro del sistema?
¿Por qué a un libertario se le considera antisistema y a un corrupto no?
¿Para qué se crearon los Estados?
¿Necesitamos permiso para ser libres?
¿Por qué los gobernantes y mandatarios nos consideran a todos potencialmente perversos?
¿Un empresario puede ser antisistema?
¿Todos los pobres están fuera del sistema?
¿Dónde está el peligro del sistema y de quedarse fuera de él?
¿Por qué pretenden acabar con el sistema introduciéndose en sus instituciones y quedándose en ellas?
¿Los sistemas caducan?
¿Por qué algunos me tratan tan autoritariamente, siendo antisistema?
¿Por qué los ácratas nunca han sido valorados?
¿Por qué nada cambia?
¿Por qué los antisistema abrazan el gatopardismo cuando gobiernan?
¿Por qué seguimos en un sistema decimonónico?
¿Por qué es más democrático votar que no hacerlo?
¿Por qué se me considera inmersa en el sistema si jamás cobré una beca, subvención, pensión o ayuda pública, ni alcancé cargo alguno?
¿Por qué nadie reconoce que es de derechas?
¿Qué es el centro en política?
¿Por qué la izquierda se tiñe de rosa palo?
¿Por qué cambian las sociedades y los problemas siguen siendo los mismos?
¿El sistema da la oportunidad de ser antisistema?
¿El cristianismo se fundó en teorías antisistema?
¿Por qué todos intentan manipular?
¿Son necesarias tantas leyes?
¿Por qué se niega lo obvio?

No se asusten, no fumo ni bebo ni tomo psicotrópicos. Estoy cuerda y, como tal, dudo de casi todo.


NOTA sobre la fotografía: Salerno, 20-8-2015