Se han cumplido cien años del comienzo de la I Guerra Mundial. El otro día se pudo ver por televisión un reportaje de hechura impecable, con imágenes de la época tomadas tanto en las trincheras como en los pueblos y ciudades. Me asombró que algunas eran en color, una tonalidad a caballo entre el sepia, el gris y el azul verdoso, salpicada de amarillos como el ámbar y blancos refulgentes. Un cromatismo quizá incipiente y alejado con mucho de cuanto vino después en esto de filmar y revelar, pero color al fin y al cabo.
Hasta entonces, en mi imaginario aquella guerra se había asomado
siempre en blanco y negro, lo que le daba un sesgo lejano y forastero, casi
exótico, lo que, unido a que las figuras aparecían normalmente moviéndose de
manera acelerada, hacía de esa contienda un acontecimiento casi ficticio. Sin
embargo, al contemplar ahora pajizas colinas y rosáceas niñas, me inundó la
sensación de lo real y lo verídico, como si el ser humano, al dotarse de conos
y bastones en los ojos, lo hubiera hecho para no perder la pista de las cosas
más próximas y más señaladas.
De la misma forma que, si pensamos en un pariente próximo, un lugar
o un acontecimiento, lo hacemos en colores, la vida monocromática es la que
permanece congelada en el país de lo remoto y fósil. Por eso, al contemplar
aquel documental me di de bruces con las emociones de los soldados y de la
población civil. No se trataba ya de una historia de armas, escaramuzas,
avances y retaguardias. Ese no era el conflicto de bailarinas pobres que
amenizan a militares que portan en el bolsillo una petaca con aguardiente. La I Guerra Mundial ya no tiene para mí el
rostro de Kirk Douglas, sino de los bigotudos que esa noche vi escribiendo
cartas a sus madres aguantando el tipo, simulando la euforia por defender su
patria, dotando de normalidad a lo que es por naturaleza estrambótico y raro,
ocultando el miedo de ser pasto del recíproco miedo de sus adversarios.
Con el color que afloraba por la pantalla me dio por pensar en la
cantidad de guerras que, solo desde 1914, se han venido sucediendo a nuestro
alrededor, como si el mundo se regocijara ante su propia mutilación, como si
prefiriera consagrarse al desvarío en lugar de sentar las bases de la armonía y
el concierto. Imaginé un mundo sin pacifistas y solo se me ocurrieron dos
posibilidades para que ocurriera eso: porque su voz ya no hiciera falta, al
haberse acabo todos los conflictos armados, o porque hubieran perdido la
paciencia y declararan la guerra a los belicosos. Si alguna de estas dos
alternativas se le muestran a usted en colores mientras lee este párrafo o
reflexiona más tarde, será porque el desenlace ya anda cerca.
NOTA: La fotografía fue tomada en Sibiu; gente comprometida con la
paz la hay en todas partes.