Sabido es por todos que el tiempo avanza y, aunque a algunas nos encantaría poseer una manivela para detenerlo o hacerlo retroceder a nuestro antojo, lo cierto es que la flecha del tiempo va hacia delante desde que sale del arco universal. A veces me imagino que hay un dios común que suelta una saeta que viaja eternamente y jamás hace diana. Algunos científicos nos han explicado que esto deriva directamente de una de la segunda ley de la termodinámica, es decir aquella que mantiene que las partículas de los sistemas físicos tienden a aumentar su aleatoriedad, pasando del orden al desorden. Y es en este caos donde surge el ansia del tiempo por avanzar, porque cuanto más desordenado se vuelve un sistema, más difícil le resulta encontrar el camino de vuelta a un estado ordenado, como mucha gente en una noche de farra, que a veces no recuerda cómo han llegado a ciertos lugares ni dónde dejó el coche; o yo misma por la calle Preciados en época navideña, que voy caminando en una sola dirección ansiando salir de la muchedumbre.
Por su parte, otros investigadores acaban de decirnos que, efectivamente, ahora los días son más cortos, el eje de la Tierra ha cambiado ligeramente y nuestro reloj común va un poco adelantado respecto a la pauta que había hasta este momento. Lo cierto es que ya lo sospechábamos, por lo poco que nos cunde a veces y lo rápido que pasan las semanas y los años; pero aquellos que necesitan el refrendo científico para todo cuanto les circunda se habrán quedado mucho más tranquilos.
Ahora bien, si pongo las dos noticias en relación, ¿podemos concluir que vivimos acelerados porque hay mucho más caos y tenemos una necesidad imperiosa de salir de allí a toda costa? Parece la maldición de Dios a Caín: “errante y vagabundo serás en la tierra” (Gn. 4, 12).
Hablando de otra cosa, pero que también tiene que ver con el tiempo, no eñe si se han enterado de que la reina Isabel II del Reino Unido e Irlanda del Norte ha fallecido hace unos días. Tras ella también se nos han ido Jean Luc Godard e Irene Papas, nivel internacional, y Javier Marías en la piel de toro. Mis amigos espectrales han hecho una porra para averiguar quién de ellos será el primero en venir a mi casa. Hasta el momento, van empatadas la monarca y la actriz, hasta el punto de que mi buena Sissi volará un día de estos hacia su tocaya para invitarla a tomar el té cualquier tarde. Así que voy a ensayar bien cómo hacer unos ricos emparedados de pepino, para agasajarla convenientemente el día que le dé por venir.
— Ejem, ejem, ejem… — carraspea alguien a mi espalda. Me vuelvo y aparece ante mí Oliver Cromwell. Lo reconozco porque se ha puesto la careta de Richard Harris, cuya interpretación del político inglés me subyugó tanto en la infancia, cuando vi la película, que desde entonces asocio al republicano con el actor; no lo puedo remediar.
— Cuánto honor, señor Cromwell. Jamás imaginé que acabara usted paseándose por aquí.
— Mire, entre permanecer como un pasmarote en la esquina del Parlamento y darme una vuelta por el mundo, prefiero esto último. Además, en los últimos días las palomas andan muy revueltas en Londres y me ensucian sin parar. Por favor, si pudiera presentarme a la colonia británica que alberga usted en su casa, se lo agradecería.
Y le llevo a un rincón donde ahora conversan dos físicos cuánticos con Guillermo de Ochkam y Francis Bacon. Le explico al recién llegado que Hobbes no está porque anda por el Camino de Santiago con Rousseau y María de Molina, lo que no parece hacerle mucha gracia, pues me da la impresión de que en realidad ha venido buscándolo a él.
— Tenga en cuenta, don Oliverio, que en el estado etéreo en que se encuentran ustedes yo no puedo retener a nadie. Seguro que regresa pronto.
— ¿Admite usted a gente de la realeza? — me espeta de repente.
— Yo no prohíbo la entrada a nadie y, de hecho, una de mis mejores amigas fue emperatriz de Austria. Libertaria, pero emperatriz. Y ahora soy fan de la reina Camila, pero esta vive aún, así que no la verá por aquí.
— La emperatriz es encantadora, amigo. Hasta yo he caído rendido ante ella; lástima que no soy su tipo y no me quiere ni para jugar al ajedrez. Me presento, me llamo Leon Trostki, pero puedes llamarme Leo, como hacen casi todos.
Poco a poco, Cromwell se va integrando y abriendo; hasta cuenta chistes sobre pastores protestantes que, salvo Valle Inclán, nadie entiende. Me gusta tenerlo entre mis fantasmas, porque en cierta forma encarna el espíritu contradictorio de la humanidad. Alabado por unos, denostado por otros, disolvió un parlamento que desde el siglo XIX cuenta con su estatua en lugar prominente, frente al busto del rey Carlos I, que fue ejecutado bajo su mandato. Abolió la monarquía y esa misma monarquía lo asume como parte integrante de su propia historia, sin rechistar ni tapar la memoria; sin escandalizarse ni mirar para otro lado, porque quien no asume sus derrotas está abocado a no saber ganar.
A Isabel II le ha sucedido su hijo Carlos, que a priori no cuenta con los mismos piropos dedicados a su madre. La ceremonia de proclamación del nuevo rey tuvo para mí una importancia capital, llena de trascendencia jurídica a través de los símbolos y las fórmulas de aceptación y juramento. El monarca asume un compromiso directo con los ciudadanos, las instituciones y los territorios del Reino Unido. Se trata de un pacto no solo político, sino casi espiritual y es probable que, por eso mismo, hasta los republicanos británicos sientan la corona como un emblema de su país, la vitola que envuelve su Estado, el bizcocho que esconden las capas de chantilly de una tarta.
Y sin salir de Inglaterra, pienso en las abejas que habitan los jardines de Buckingham, a quienes el apicultor real (un señor de setenta y nueve años) les ha explicado que su ama ha muerto y que deben producir miel para el nuevo rey, a quien han de respetar. Va de colmena en colmena susurrándoles el nombre del nuevo soberano, para que estén informadas y evitar sorpresas y sustos; para que no hinquen su aguijón en la carne de los nuevos inquilinos del palacio de su pensil.
Por lo demás, vivimos tiempos de avances y hallazgos porque acaba de descubrirse en Pontevedra un nuevo mineral. Lo han bautizado con el nombre de ermenoíta y se trata de un fosfato de aluminio de color casi blanco cuyas utilidades están aún por desarrollar. También los astrofísicos andan a vueltas con cambios raros en ciertas órbitas de cuerpos celestes, lo que demuestra que nada es tan inamovible y estable como aparece en los tratados y nos dictan las aulas.
Mientras tanto, una nueva investigación nos avisa de que las ballenas jorobadas del Pacífico Sur están conectadas entre sí a través de una misma canción. Como lo oyen: cetáceos cantantes. En una distancia de más de 14.000 kilómetros, los investigadores han escuchado a las ballenas jorobadas intercambiando los mismos hits parades. Esto es así porque, durante la temporada de reproducción, los machos de esta especie entonan canciones de apareamiento tan complejas como el jazz, a juicio de los observadores. Cada colonia de ellas tiene un coro de vocalizaciones ligeramente diferente, lo que las distingue y caracteriza como a nosotros nos puede definir un acento o un dialecto. Sin embargo, de vez en cuando, una población de jorobadas experimenta una revolución musical y todos los temas que cantan se reemplazan por otros nuevos, aprendidos durante sus viajes migratorios.
Como vemos, la flecha del tiempo va hacia adelante, tanto en el océano como en tierra firme y en los jardines de Buckingham. Tal vez por eso, en el caos de Windsor ha surgido la reina Camila, la prudente. Vaya para ella, para las abejas reales y para las ballenas cantantes mi más sincera admiración.
NOTAS:
- Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 25 de septiembre de 2022.
- Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 12 de agosto de 2022.
- Música para acompañar: “Killer Queen”, de Freddie Mercury, interpretada por Queen.