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11 de julio de 2020

Decimotercera enmienda






Estamos en verano, esa estación donde el ámbar y las higueras se funden hasta formar mundos de suma placidez, al menos para mí. Antaño mi corazón palpitaba a doscientos latidos por minuto, contando los días que me separaban de la estampida vacacional. Pero este año, queridos amigos, me siento como la letra de esa canción de Lucio Dalla en la que se ríe de las promesas de transformación que, con respecto al nuevo año,  anuncian las televisiones. 


Dentro de unos meses, cuando llegue el otoño y la vida me recuerde que cumplo un año más, quisiera pensar que ha valido la pena venir a la Tierra y y engancharme a la larga cadena de siglos que surgieron aquella vez que el universo estornudó y de sus narices surgieron la materia, el espacio y el tiempo. Luego llegaron las partículas subatómicas, los microbios, el magma, las plantas, los animales y, entre ellos, nosotros, los seres humanos, esos simios esquizoides que son capaces de avanzar y retroceder con la misma facilidad y con el mismo dolor. 


En nuestra vida cometemos errores, sufrimos desengaños y padecemos por mil cosas. Ante estas situaciones podemos rebelarnos, ignorarlo todo o inventarnos otra vida, pero no sirve de nada, porque las naves del recuerdo siempre llegan de noche para susurrarnos la realidad. Así que, por pura supervivencia, nuestro cerebro opta por integrar esas anomalías y buscarles remedio. Lo que a nadie en sus cabales se le ocurre es castigarse hoy por lo que hizo hace cuarenta años o cincuenta años y, si alguien critica algo sucedido en nuestro pasado, más de uno contestará que “eran otros tiempos”. 


Esto tan sencillo que aprendemos a hacer casi a la par que a hablar lo olvidamos cuando nos convertimos en muchedumbre. Llevo tiempo preguntándome por qué la gente se empeña en analizar hechos antiguos con ojos de nuestro siglo. Asistimos a esa especie de adanismo que promueve empezar de nuevo, enterrar lo que a la cosmología, la historia y la la filosofía les ha costado tantos miles de años conseguir. 


Guardo en mi armario una camiseta estampada con la fotografía de Pelé y Cassius Clay abrazándose el día que el brasileño se despidió de su carrera como futbolista, en 1977. Es una prenda con garra, de las que no pasan desapercibidas. Me enamoré de ella hace más de un año, cuando la vi en el escaparate de la tienda Cooligan, junto a camisetas de equipos señeros y  equipaciones de viejas glorias, de cuando el mundo se dividía en bloques, existía Yugoslavia y Marcelino marcó un gol de cabeza que celebraron hasta los españoles exiliados en Moscú. 


Esos Pelé y Clay de la camiseta me traen a una niña gafitas que se asoma al mundo asistiendo al asesinato de Martin Luther King, el nacimiento de los Panteras Negras y en cuya casa le hablaban de que en algunas zonas de EE. UU. se segregaba a la población por el color de su piel. Philip Roth, en su magnífica novela “La mancha humana”, describe las andanzas de un negro que llega a ser rector de su universidad y alguien muy valorado por la comunidad académica porque oculta pertenecer a su raza, haciéndose pasar por judío. 


Esa niña con gafas a la que acabo de referirme, gracias a las noticias que hasta España llegaban de las batallas campales que se diseminaban por los  alrededores del Mississippi, descubrió a Abraham Lincoln, cuya biografía leyó y releyó hasta desgastar las páginas.  Y cuando, pasados los años, visitó Washington, la joven con gafas en que se convirtió aquella niña corrió a ver el monumento erigido en su honor. Guarda desde entonces una reproducción de la decimotercera enmienda a la Constitución, proclamada bajo su presidencia y que viene a decir: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto.”


La brutalidad policial ejercida durante la detención de un hombre negro,  George Floyd, hasta su asfixia y muerte, ha traído nuevamente revueltas y manifestaciones, resucitando la idea del asesinato selectivo por razón de la piel que, desde el verano de 1967, azota periódicamente al país de la decimotercera enmienda. Dentro de los altercados, la estatua de mi admirado Lincoln apareció pintarrajeada con frases del tenor de “que se joda la ley”,  “Jacky mato a JFK”  y alguna otra en alusión al 11-S. 


Como si se tratara de pólvora, el gusto por destrozar estatuas va corriendo por los EE. UU., emprendiéndola también con malvados imperialistas españoles del tenor de Bartolomé de las Casas o Fray Junípero Serra, de quienes cualquiera con estudios primarios sabe que han pasado a la Historia por justo lo contrario, es decir, por hacer valer los derechos del pueblo indígena frente a colonos, reyes y virreyes. 


Y como nunca falta algún europeo que enarbole cualquier bandera que le suene bien, al otro lado del Atlántico han arremetido contra la estatura de Fray Junípero en su tierra mallorquina y la del propio Voltaire en París. 


— Madame, no llore por mí, que tengo muchos años. Ya conocí el destierro y gracias a él, coincidí con Rousseau en Suiza y caté los vinos españoles de la mano de algún buen amigo. 

— ¿Sigue usted por aquí, amigo Voltaire? Creí que se había ido cuando acabó el estado de alarma. 

— Por aquí sigo y aquí me quedaré un tiempo más, si no le importa. Mire, le presento a Pascal, que hoy nos tiene como anillo al dedo.


Ante mí se levanta un Blaise Pascal más luminoso de lo que imaginaba y que se dedica, según dice, a transcribir las conversaciones de mis orquídeas, pues al parecer dominan el arte de la elocuencia (y yo sin saberlo). 


Hablamos un rato acerca de la locura colectiva que lleva al mundo a dejarse las cuencas de los ojos vacías y, por tanto, acaba guiándose por reyezuelos de un solo ojo pero mucha ambición. Pascal muestra curiosidad por Soros, a quien se le acusa de mover cien hilos a la par y cuyo poder  a la sombra puede ser leyenda, “pero también puede ser verdad”, me dice el filósofo con gesto pícaro. 


— Alguien que literalmente se hizo archimillonario en 1993 con una operación financiera especulativa que se llevó por delante al mismísimo  Banco de Inglaterra, madame, o tiene ojos y oídos allí donde los demás no pueden ni acercarse, o ha pactado con el diablo.


Hablamos de que su fundación filantrópica apoya movimientos aparentemente espontáneos y causas nobles con las que casi nadie puede mostrarse en desacuerdo. Lo malo es que, en general, esas reivindicaciones y campañas acaban pareciéndose a los múltiples focos de un incendio provocado y lo que es la protesta por la muerte de un hombre en calles americanas, se convierte en  una masa informe de incultos o aborregados que recorre también la vieja Europa a golpe de consigna para imponer, en definitiva, un mundo cada vez más fanático, más intolerante y más mesiánico. 


Pascal me recuerda que “cuando el hombre trata de ser ángel, acaba siendo bestia”, de ahí que debamos asumir nuestra naturaleza humana y no perseguir la quimera de crear nuevos mundos desde la nada, porque Adán solo existe en la Biblia y quienes jugaron a crear nuevas realidades, llevándose todo por delante, son mayormente recordados por el dolor que sembraron, pues tarde o temprano se descubre el engaño de prometer tres Navidades y más de trescientos días de fiesta al año, como cantaba Lucio Dalla. 


Miro tras el espejo que la realidad impone y pienso en aquellos budas que los talibanes volaron en Afganistán allá por 2001. Desde entonces, guardo a salvo mis recuerdos, por si acaso alguna normalidad de las que el poder se atreva a calificar como nueva, hace tabla rasa y nos incita a pensar que la Tierra es plana, el mundo tiene cuarenta años y el Sol da vueltas alrededor de nuestro planeta. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de julio de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí


Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 17 de abril de 2018

23 de mayo de 2020

A las ocho, asamblea general





El mes pasado les comenté que había recibido la visita de un Voltaire cocinero y a fecha de hoy debo indicarles que continúa en mi casa, no solo  entre sartenes y cacerolas, sino entretenido con la televisión. Cuando me levanto o me acuesto, me encuentro a François-Marie atento a la pantalla y tomando notas en un cuaderno de páginas azuladas que parece no terminarse nunca, aunque él insiste en que cada tres o cuatro días estrena uno, solo que los mortales como yo somos incapaces de ver las tres montañas de libretas que, al parecer, se apilan junto a uno de mis armarios. 

Le he pedido permiso para contar desde aquí cómo es el confinamiento de este filósofo estelar y su contestación ha sido rotunda: 

— Madame, no entiendo a las gentes de este tiempo, más preocupadas por lo superfluo que por la sustancia. Están ustedes tan liados con eso de las autorizaciones, las dobles firmas y la intromisión en la vida privada, que se olvidan de preservar lo verdaderamente íntimo. Si yo no quiero que se conozca de mí tal o cual cosa, descuide, que no se lo mostraré a usted.  Eso sí, le ruego ponga negro sobre blanco mi estupor por el retroceso social que percibo y el destrozo que han hecho con la libertad por la que algunos de mis contemporáneos y yo mismo luchamos con tesón. Ya sabe que mis obras combatían el fanatismo y la intolerancia. 

Al poco de instalarse aquí, cambió sus ricas ropas clásicas por un vaquero y una camisa, que al parecer “se encontró” en uno de sus paseos por las tiendas cerradas de Madrid. Ese día también apareció con una camiseta enorme para dormir, calcetines de colores, unos zapatos de cordones y ropa interior que no quiso enseñarme. Dice que lo pagó todo con varias monedas de oro, pues alguien de su posición tiene el deber moral de hacer lo correcto incluso cuando no lo ven. 

— En general, no tienen mucho gusto para vestir, Madame. Me doy cuenta de que hombres y mujeres se acicalan prácticamente igual, con ropajes plebeyos de sencilla manufactura. Creo que ese es el germen de los males que les aquejan, que no son exigentes, que se acomodan.

Y continúa con improperios hacia los gobernantes y toda persona pública que se asoma por esa televisión que tantas horas le quita. Los tacos los suelta en francés, lo que convierte en chic lo que sonaría a macarra y barriobajero  en gargantas castellanas.

Cada día, a las ocho de la tarde, convoca una asamblea en el salón de mi casa, aprovechando que yo estoy trabajando o escribiendo en otro cuarto. Además de invitar a cuantos ilustres habitan el mundo paralelo de mi cabaña, ha llamado a varias de sus amantes, señoras de muy buen ver, a las que les dirige miradas más paternales que lascivas, todo hay que decirlo (será que los años no pasan en balde). Suele someter a votación diversas iniciativas legislativas contrarias a los decretos y órdenes ministeriales que, desde mediados de marzo, inundan el Boletín Oficial del Estado. Hay una comisión, presidida por Cesare Beccaria e integrada por Cicerón, Ulpiano, Francisco de Vitoria, Montesquieu, Savigny y un simpático Ihering, que prepara recursos y enmiendas al desatino jurídico que, les oigo decir, inunda este rincón de Europa. 

También, como ha resultado ser bastante burlón y travieso, los domingos organiza citas a ciegas de filósofos y pensadores. La más sonada y divertida ha sido la de Carlos Marx y Adam Smith, que acabaron cantando “La Internacional” en inglés y a ritmo de samba.

Ayer, la asamblea de las ocho aprobó por mayoría absoluta y con el único voto en contra de la emperatriz Sissi, empadronarse todos en mi casa para pedirle al gobierno de España una pensión de esas llamadas de “mínimo vital”. Quieren demostrar que vivimos instalados en el absurdo profundo. También votaron por unanimidad, incluida la emperatriz, que, en caso de conseguir sus objetivos y como son gente de bien, emplearán las pensiones en fundar una organización que, para caso de confinamientos futuros, faciliten a las personas teletransportarse hacia el tiempo o los lugares  donde quieran vivir. 

Esta mañana, mientras miraba desde mi ventana hacia calle Bailén y veía un Madrid sacudido por esta oscura noche infinita del alma, he pensado que en el fondo esa asamblea de espectros debería gobernar el mundo porque, como anhelaba Confucio, quizá sean ellos los individuos mejor preparados, los más honrados, los más fiables y competentes; en definitiva, los que mejor pueden servir al pueblo.

También creo que no está mal lo de la teletransportación esa de la que hablan mis queridos okupas. Probablemente sea yo de las primeras en reclamar sus servicios, para poder alejarme hacia el lugar donde “todas las mañanas del mundo” pueda estar a salvo de esos espantapájaros y fantoches desdentados que tanto miedo me dan. 



NOTA 1: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de mayo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

NOTA 2: “Todas las mañanas del mundo” es un homenaje a la novela de Pascal Quignard, donde se aborda la relación entre Marin Marais, violista y compositor de la corte de Luis XIV, y su enigmático maestro Sainte-Colombe. Fue llevada al cine en los años noventa por Alain Corneau y su banda sonora recoge la “Marche pour la cérémonie des turcs”, de Lully, que ameniza el corte radiofónico. 

Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 2 de mayo de 2020

8 de abril de 2020

Tú Taylor, yo Zira





La mayoría de ustedes conocen mi gusto por la ciencia ficción y las narraciones distópicas, que muchas veces vienen a ser lo mismo o equivalente.

Si echo la mirada atrás, creo que la primera película del género que vi fue “Viaje alucinante”, de la mano de mi abuela Amparo, una mujer con la que recorrí todos y cada uno de los cines del barrio de Salamanca en aquella España de los sesenta, donde a las entradas se les aplicaba un precio político como al café, el azúcar o el aceite y las taquilleras tenían un público adepto al que trataban siempre de complacer con localidades adecuadas a las necesidades de cada cual. 

Cuando vivimos en la infancia, nos identificamos con personajes y a veces estos nos abducen. Jugamos a ser ellos, a hablar como ellos, a comportarnos como ellos. A mí me abdujeron dos: la doctora Zira de ese planeta maravilloso que me llevó a la relatividad del tiempo y el espacio, gracias al accidente aeroespacial del coronel Taylor, y el señor Spock de aquella confederación intergaláctica que me sumergió en la física cuántica para siempre. 

Ahora, en estos tiempos de estado de alarma con limitación de derechos y libertades, he regresado a los siete u ocho años para mirar el mundo a través de los ojos de una primate y de un mestizo de Vulcano, pues de repente el futuro ha aparecido en nuestras vidas vestido de distopía. 

Parto de la base de que siempre, desde que el mundo es mundo, quien te impone o te niega algo te dirá que es por tu bien y créanme si les digo que entiendo las razones sanitarias que nos impiden acercarnos a nuestros semejantes a menos de un metro y que nos instan a lavarnos las manos, pero lo que no entiendo es por qué se nos habla de una pandemia en términos de guerra, por qué esos militares que aparecen en las televisiones y radios cada día nos tratan como si fuéramos soldados y por qué los representantes del Ministerio del Interior ponen tanto énfasis en las sanciones y detenciones que han llevado a cabo con quienes se saltan el confinamiento. Desde tiempos de Franco creo que no salía tanto militar en temas que son civiles, revestidos de uniformes y condecoraciones. Tampoco, desde que murió el de Ferrol, los políticos de izquierda han hablado tanto de patria, compatriotas y espíritu patrio, como si nuestra obligación fuera acudir a las trincheras bayoneta en ristre para combatir un virus que solo la ciencia y la investigación, con dotación suficiente medios,  pueden dominar. 

Esta actitud guerrera ha derivado en insultos y delaciones vecinales acerca de quien juega a la pelota en su jardín o pasea a su perro cantando y saltando. Las personas que padecen alguna dolencia del espectro autista se ven obligadas a salir a la calle con un pañuelo azul para que no las increpen y mucha gente está desarrollando un trastorno obsesivo compulsivo que le impide sonreír cuando al frutero se le cae una naranja al suelo. 

Y esta impronta bélica la percibo también en una recientísima sentencia de un juzgado de lo social de Madrid, donde el magistrado deniega la pretensión de un sindicato policial contra el Gobierno, pidiendo equipos de protección sanitaria, tachando a los demandantes (literalmente) de “quintacolumnistas” y apelando también al deber patriótico de no desalentar ni ir a la contra, es decir, parece que ahora es más patriota quien traga con todo y no cuestiona. ¿Qué necesidad hay en impregnar de vocablos ideológicos y ofensivos para una de las partes lo que, por esencia, debe ser imparcial? 

Siguiendo con esta danza y para acabar con lo que desde arriba tachan de bulos y noticias falsas, se despliega un ejército de acólitos por todas las redes sociales con el objetivo de desprestigiar a periodistas y divulgadores por el hecho de salirse del guión de la Moncloa. También se llama al papa Francisco para que inste a los obispos a cerrar la cadena COPE el mismo día que se reparten quince millones de euros del erario entre medios afines. 

“La civilización no suprimió la barbarie, sino que la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”, me indica un Voltaire que se ha saltado el confinamiento y ha tenido la insensata idea de viajar por Europa en estos tiempos. En realidad lleva en mi casa cuatro o cinco días, cocinando su comida porque mis gustos culinarios no son los suyos y contándome cómo el conde de Aranda le hizo más llevadero su exilio en Ferney gracias a los vinos que le mandaba desde España (creo que es una indirecta porque no encuentra bebidas alcohólicas en mi casa). Mientras echa pimienta de Jamaica y laurel de Aviñón a las perdices que rehoga pacientemente antes de cubrirlas con un caldo dorado que no sé de dónde ha salido, me advierte de que, aunque me cayera pena de destierro y todas las críticas del mundo, tengo que hacer, que decir, que moverme, pues los humanos solo somos culpables de todo lo bueno que no hacemos, por lo que pecamos siempre más por omisión que por acción. 

Compungida y pensando en sus palabras, me alejo de esos fogones tan ilustrados y vuelo hasta un hospital cualquiera donde se está apagando el aliento de un anciano que con los ojos cerrados me transmite el deseo de despedirse de sus hijos y veo en la pared el reflejo de esos hijos que, encerrados en su casa, lloran de impotencia ante lo que es inminente. El paciente se parece al coronel Taylor y, como conozco las aventuras de aquellos simios parlantes, sé que Zira confía en el humano y tratará de hacer justicia. 

Hoy la justicia se llama clemencia  en un mundo que orilla a los mayores, que habla de viabilidad a la hora de distribuir los recursos sanitarios, que amortiza sus vidas en aras de imaginarios beneficios sociales para los jóvenes. Un mundo que juega a la ruleta rusa con ellos porque al parecer la vida vale más o menos según las canas que peines o las arrugas que exhibas. Y Spock, con su lógica habitual y desde lo más profundo de mi cerebro, alza la voz para recordarme que, esquilmada la generación de nonagenarios y octogenarios, los mayores sobrantes serían los de setenta y sesenta años y así hasta llegar progresivamente a los treinta o veinte, porque el teatro del absurdo no tiene fin. 

Parafraseando a un Aute que acaba de dejar este planeta y que alertaba sobre los peligros del pensamiento único, solo me falta subrayar que hay demasiados profetas que son profesionales de la libertad, es decir, nos la cercenan a base de espejismos. Piensen por ustedes mismos. 

NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de abril de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

Fotografía ©️Amparo Quintana. Salerno (Italia), 8 de agosto de 2018. La frase del muro viene a decir lo siguiente: "No se trata de conservar el pasado, sino de realizar su esperanza". Se le atribuye a  Theodor W. Adorno. 

26 de marzo de 2020

Seré cometa




El aire me hará cometa para elevarme sobre las nubes
y el sol me acunará silente cuando el cénit disuelva las sombras.

Seré cometa y sueño con que tú también lo seas…
cometas sin bridas para llevar color a los días de invierno
y que la gente agite sus pañuelos al vernos, 
que los perros nos ladren de alegría,
y los ancianos de las tribus nos bauticen con aliento de céfiro. 

¿Qué nombre te pedirás, entonces, cometa que me acompaña?
¿Cómo sabremos, las estrellas y yo, dirigirnos a ti?
Lo que no se nombra aún no ha nacido y yo quiero que vivas
en las constelaciones de espuma que sembraron con fe los argonautas. 



NOTA: Este poema es la respuesta al reto lanzado para escribir acerca de qué haré cuando termine el confinamiento por el estado de alarma decretado gubernamentalmente, sin pasarme de los quinientos caracteres. 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 2 de noviembre de 2019



3 de marzo de 2020

Carnaval en Troya



En sentido estricto, el carnaval lo componen los tres días que preceden el comienzo de la cuaresma y es época de máscaras, regocijo, bailes y charangas. Este año, Venecia ha suspendido el suyo por la epidemia generada por un virus con corona que parece acecharnos a todos, esperando en cualquier esquina a que bajemos la guardia, para así saltarnos al cuello y, como Nosferatu eterno, chuparnos la vida. 

Cuando estudiaba bachillerato elemental, nos decían que a los virus no se los considera seres vivos propiamente dichos; son una especie de código genético en estado puro, presto para multiplicarse a base de introducirse en cualquier célula y proveerse de energía. Como la vida me llevó por la rama de letras, cada vez que mi organismo se infectó de un virus aprovechado y promiscuo, la voluntad de mi alma sacaba una goma de borrar blanca, de aquellas que llamábamos “de nata”, tan blandita, limpia, con olor a parvulario, para atizarle al alienígena impostor y eliminarlo sin dejar rastro. Mis armas son así; se compran en papelerías y establecimientos afines. 

Esta pandemia de ahora fue vaticinada por el escritor estadounidense Dean Koontz en su novela “Los ojos de la oscuridad”, publicada en 1981.  Curiosamente, este escritor sitúa la irrupción del virus en unos laboratorios de la ciudad china de Wuhan y la trama corre a cargo de una poderosa arma biológica fabricada por los chinos y que solo afecta a los humanos. Es una especie de neumonía que se expande y escapa a los tratamientos convencionales. ¿Saben en qué año data el autor la tragedia? Efectivamente, en 2020. 

Estos saltos cuánticos que a menudo damos quienes guardamos gomas de borrar junto a los analgésicos, se han llamado a veces profecías, pero en realidad no es más que abrir la antena y sacar conclusiones a base de analizar lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que ocurrió en otros siglos y leer entre líneas. Es decir, ser conscientes de que hay otros mundos y, como dijo Paul Éluard, están en este. 

Así que, convertidas las máscaras de arlequín en mascarillas hospitalarias,  los medios de comunicación se empeñan en que asistamos al conteo de personas que enferman de esta plaga, de quienes son dados de alta, de quienes continúan en cuidados intensivos, de los que han viajado a zonas peligrosas, de los que no se han movido de su barrio… y así hasta llenar los telediarios y demás soportes de noticias en una crónica que casi roza el mal gusto de lo morboso. Me recuerda a otra crisis sanitaria que hubo en España a principios de los ochenta, década en la que, aparte de música, lentejuelas y crestas de colores, se colaron malos aceites no aptos para el consumo en las cocinas de miles de personas, intoxicando a muchísimas de ellas y matando a más de tres mil. Aquella colza adulterada sembró el pánico, cuando lo cierto es que lo que más terror debe dar siempre es el ansia desmedida de algunos en ganar dinero a costa de lo que sea. Esa plantita,  la colza, que poca o nula culpa tuvo en el fraude letal, sigue apareciendo en margarinas y bollería, pero travestida de denominaciones menos explícitas, para no asustar y evitar que nadie compre tales productos. 

Paralelamente, con la actual crisis de este coronavirus que nos rodea aparecen plañideras lamentando la caída del turismo, del IBEX 35 o del Índice Nikkei, culpando a las gentes de tener miedo a ese robocop al que no consiguen echarle el guante. Todo es consumo, en este reino de esperpento en que hemos convertido el mundo contemporáneo.

— Señorita, señorita, haga usted el favor de sacarme de aquí.
— ¿Pero qué hace dentro de mi ordenador? 
— Ha escrito usted la palabra clave, “esperpento”, y me ha invocado.

Quien así se expresa es Valle Inclán, enredando sus barbas entre la fotografía que adorna la pantalla del portátil donde escribo. 

— Don Ramón, salga, por favor, que puede hacerse daño. ¿Quiere que le prepare un té? 
— Mejor un café de achicoria, que no estoy para lisonjas modernas ni extranjerismos. 

Y saca de su levita un pañuelo inmaculado, lo coloca sobre mi mesa y en él nace de repente una taza con ese bebedizo que parece gustarle tanto. 

— Me he atrevido a interrumpirla porque veo que tenemos gustos afines. El carnaval, la mascarada, tomar la parte por el todo… Sepa usted que es una bufona que señala los adefesios que otros ven con buenos ojos. 
— Lo tomaré como un cumplido, don Ramón. Viniendo de usted… ¿Qué le trae por mi casa? 
— Su casa es la casa de la Troya, a juzgar por el gentío que se agolpa en los armarios y estantes. Así que, si está abierta para unos que maldita gracia me hace escucharlos y olerlos, entenderá que también puedo dejarme caer por aquí. Sin ir más lejos, sepa que en en una de las sillas de su cocina tiene apalancadas sus posaderas la abogada de quien fue mi esposa y a la que no guardo aprecio alguno porque me desplumó en vida y tras mi paso a la eternidad. 

A pesar de su aparente temperamento hosco, Valle Inclán me contó con todo lujo de detalles el proceso judicial de su separación, tras una convivencia que llegó a hacerse insufrible con la actriz Josefina Blanco. Me habla de una mujer celotípica y cercana a la neurosis, que veía amantes hasta en la luz de las velas. 

— Y mire, joven, que en realidad no me dolió que me embargaran la mitad de mis ingresos para dárselos a Josefina, ni que difundiera bulos acerca de unas inventadas relaciones adúlteras. Lo que más me escoció es que llegara a ser la beneficiaria de los derechos de autor de mis obras, incluidos “Los cuernos de don Friolera”, que la escribí para hacer chanza de ella. 
-— ¿Qué dice usted, que don Friolera era su mujer?
— Por supuesto. Si en lugar de poner como protagonista a un teniente, pongo a una mujer, el esperpento no habría surgido, la gente no habría visto su imagen deformada, porque lamentablemente en esa época se era muy indulgente con los desvaríos amorosos de los varones. Así que ya lo sabe, don Friolera se inspira en los ataques de celos, en esos cuernos imaginarios que llevaba la madre de mis hijos. ¡Celos de mí, que inventé al marqués de Bradomín para conjurar mis complejos! La única mujer con la que pude ser  abiertamente cariñoso y atreverme a hacerle carantoñas fue Josefina, porque la conocí tan joven que no me intimidaba. Pero nada más salir de la iglesia de San Sebastián, donde nos casamos, me dejó muy claro que los seres humanos se dividen en perros y gatos y ella era una gata tirando a tigresa. Una mujer felina que, caída la República y anuladas las sentencias de divorcio, se convirtió en una viuda doliente que escribió por doquier cartas diciendo que yo era creyente y no sé qué más zarandajas. Lo cierto es que me ayudó mucho a creer en mí y crecer como dramaturgo, pero ideológicamente éramos como el agua y el aceite. 

También me contó que su mujer tuvo como abogada a Clara Campoamor, esa que, según él, se sienta en mi cocina y con quien no ha hecho las paces. 

Para despedirse, me pidió que le contara una historia esperpéntica que él no conociera y yo, que respeto tanto a los mayores, le hablé de un lugar sevillano, el Palmar de Troya, donde siempre era martes de carnaval, donde un papa preconciliar y ciego anunciaba castigos apocalípticos y se lo atribuía a la madre de Dios. Un paraje al que llegaban y siguen llegando millones de dineros de todo el mundo y que, a pesar de las excomuniones del Vaticano y de los claros indicios de conducta sectaria, fraudulenta y delictiva, continúa ordenando obispos y eligiendo papas vestidos como si acudieran a alguno de los bailes de máscaras de una Venecia medieval flotando sobre las aguas. En la Híspalis del siglo XXI existe un pontífice llamado Pedro III y, mientras Valle Inclán toma nota de cuanto le digo, se  le cuelan las palabras de Maquiavelo para recordarme que no podemos rehuir el combate si nuestro adversario está decidido a entablarlo sea como sea. Así que, contra virus, mascaradas y tropelías históricas, vivamos y vivamos en este presente... o en mundos paralelos.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de marzo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

Fotografía ©️alguien del público durante la grabación del citado podcast en la Sala Artistic Metropol de Madrid, el 1 de marzo de 2020, con motivo de nuestro primer cumpleaños. De izquierda a derecha, Simone Negrín, Ana Lía de Urán, Mar del Rey, Sonia Jiménez Romero y una servidora, Amparo Quintana.  


27 de enero de 2020

Estoicos










De un tiempo a esta parte, leer y escuchar noticias en periódicos, radios  y televisión se convierte en un esfuerzo titánico por no vomitar. Como en la canción de Aute, “parece que anda suelto Satanás”, a juzgar por las tropelías que nos cuentan y los sucesos que describen. Se diría que asistimos a una época cochambrosa donde todo vale y nada es mejor o peor, porque lo que importa es nuestra subjetiva relación con las cosas, no las cosas en sí. 

Revolviendo en la biblioteca de mi casa, se me cayó al suelo un libro de Marco Aurelio y hete aquí que se abrió por una página doblada en la que pude leer lo siguiente: “Si no es correcto, no lo hagas. Si no es verdad, no lo digas”. En ese aforismo se esconde la esencia de la vida y nos demuestra que ser persona conlleva un compromiso ético con nuestro entorno. 

A este emperador romano se le asocia con el estoicismo, esa corriente filosófica que, sucintamente hablando, intenta eliminar lo más posible las emociones destructivas y cultivar las positivas. Para los seguidores de Zenón  de Citio, si mejoramos como personas estaremos mejorando la sociedad, y si trabajamos para mejorar la sociedad nos estaremos mejorando a nosotros mismos. Es como la pescadilla que se muerde la cola; nada se desperdicia; todo es circular. 

Por eso me pregunto qué puedo hacer para mejorar la sociedad. El otro día, ante un auditorio de registradores y empresarios, mencioné que una sociedad mejor será aquella que, fortaleciendo la autorresponsabilidad de sus individuos, busque fórmulas pacíficas para resolver los problemas. Porque donde no hay paz, no hay justicia.  

De ahí que he empezado un ejercicio que les comento por si a alguien le sirve. Se trata de que, ante una noticia fea, ante una aberración, echo mano de la memoria para recrearme en algo positivo. Si, por ejemplo, en el desayuno escucho que una manada de energúmenos ha violado a dos chicas, pienso en la cantidad de hombres que quieren a las mujeres y las quieren libres. Porque no nos engañemos, si solo vemos la fachada horrible  de los noticiarios, acabaremos viendo al mundo como un lugar inhóspito en el que tendremos que estar permanentemente defendiéndonos de lobos reales e imaginarios. 

Michael Moore, en su película sobre la matanza del instituto Columbine de Colorado, en 1999, donde decenas de estudiantes fueron asesinados por dos de sus compañeros, realiza un estudio sobre la violencia ocasionada por las armas de fuego en Estados Unidos. Compara esa situación con la de su vecina Canadá y llega a la conclusión de que en el país de las barras y estrellas lo que empuja a la gente a armarse es el miedo y esa necesidad de estar alerta porque cualquier acontecimiento malo puede suceder cuando menos lo esperen. 

Yo no quiero vivir con miedo; me niego a caminar mirando hacia atrás cada dos por tres. Creo que, al igual que quedó demostrado hace décadas que la pena de muerte tiene efectos crimonógemos, sumir a la población en una espiral de noticias acerca de estafas, homicidios, peleas, explosiones, atentados, sin dejarle a esa población ni un centímetro cúbico de esperanza, es sumirla en un camino hacia su propio cadalso. 

¡¡Ojo, no quiero que se me malinterprete!! No estoy diciendo que no se deba informar. Lo que mantengo es que llenar un telediario con noticias escabrosas termina alimentando el morbo y, a la postre, eliminando nuestra capacidad de comprender que eso es solo patología social, no la regla general. 

En la puerta de la nevera tengo un imán que reproduce una singular fotografía. Se trata de veinticuatro personas que, durante la I Guerra Mundial y en las dependencias del Palacio Real de Madrid, contribuyeron a que el mundo fuera un poco mejor. Son ujieres, mecanógrafas, archiveros, botones,  traductores, oficinistas que ayudaron a llevar a cabo una acción benefactora, prácticamente desconocida, pero que tuvo una enorme importancia a nivel humano y diplomático. 

A pesar del papel neutral de España en la Guerra del 14 y debido a que la familia política del rey Alfonso XIII era británica, el monarca estaba al corriente de los horrores de la contienda. Pero quiso el dios de los justos que llegara a él la carta de una chica francesa pidiendo que hiciera algo por averiguar el paradero de su hermano desaparecido en el frente. Vi la misiva el año pasado, en la exposición que se hizo al respecto, y me enternecieron las palabras de esa joven justificando por qué acudía al rey de España: porque sus padres estaban muy tristes sin saber nada de su hijo y habían perdido las ganas de vivir. 

El encargo pudo haberse traspapelado o haber caído a la chimenea, pero el bisabuelo de Felipe VI puso su empeño en dar respuesta a esa chiquilla y, tras las pesquisas necesarias, le pudieron contestar dando noticia del paradero de su hermano. 

Esa carta dio origen a otra y luego otra y luego otra… y así nació la Oficina de la Guerra Europea, que generó 200.000 expedientes de mediación  humanitaria. Es decir, en mitad del apocalipsis, fue posible diseminar miguitas de paz.

Por eso, y aunque Alfonso XIII sabe que no caeré jamás rendida ante él, de cuando en cuando, al vernos en ese metro que inauguró hace cien años,  me agasaja con las pastitas que de niño le daban en las reuniones del Consejo de Estado, para que no se aburriera. Así que, cuando esto ocurre, me permito llamarle partisano porque en cierta medida él también resistió a la inercia de no hacer nada, poniendo en práctica la virtud que preconizaron los estoicos.

Por tanto, enfrentémonos a los holocaustos y guerras diarias buscando el sol en los pentagramas de las cosas bien hechas. 

Fotografía ©️A. Quintana. Pienza (Italia), 11 de agosto de 2017


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de enero de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

23 de diciembre de 2019

Cantos rodados



"Like a complete unknown, like a rolling stone" (Bob  Dylan) 
En una antigua nave textil de la provincia de Córdoba, se esconde una litoteca que, bajo el cuidado de la Sociedad Geológica Española, atesora cientos de miles de muestras de nuestro subsuelo. En mi amor por las piedras, me encantaría ir alguna vez allí para ver, oler, tocar y tal vez escuchar lo que nos cuentan areniscas y silicatos. Es un monumento a la verdadera memoria, a las entrañas de la tierra que ya no pisamos, porque nuestros pies patean unos suelos modificados por la acción humana. Basta ver que, perforando y tunelando decenas de metros de profundidad, muchas veces encontramos restos de otras ciudades, con sus murallas, plazoletas y calles. 

Si volviera a nacer, sería mineral. Ya he transitado bastante por el reino animal y me estimula mucho pensar que puedo traspasar esa línea y percibir el mundo como un feldespato redentor, una turmalina juguetona, una molécula de agua o tal vez lava de un volcán sideral. Creo que nos equivocamos si nos limitamos a percibir esas rocas, conchas y cristales como la antítesis de lo viviente y me explico: si la auténtica vida va ligada a la memoria como hacedora de recuerdos, portadora de información y facilitadora de experiencia, ¡imagínense la vida que tiene el magma solidificado!

Este verano, subiendo al monte Tabor y vislumbrando el camino a Damasco desde lo que en tiempos fue la Puerta del Viento, me convertí en esa chinita de arena que a menudo se nos mete en el zapato y aparecí en la sandalia de Abraham cuando apretaba el paso para encontrase con Melquisedec, que lo ungió como el mago de Marsella unge a quienes caminan atentos a los latidos de la tierra.

Esos latidos de la tierra debió de escuchar Lavinia Fontana, cuya obra puede contemplarse estos días en el Museo del Prado, en una magnífica exposición que comparte con su contemporánea Sofonisba Anguissola. Nuestra Lavinia renacentista, que un buen día decidió pintar desnudos humanos, sorteó la censura social y la maledicencia de sus colegas recurriendo a la mitología clásica y, de este modo, hoy podemos contemplar a Marte agarrando las posaderas de Venus con arrebatada pasión, ambos, por supuesto, en cueros y sin más aditamentos que aquellos que sirven para identificar sus arquetipos como dios de la guerra y diosa del amor. También nos presenta a una Minerva mientras se despoja de su coraza y casco, saliendo a la luz la mujer que late dentro de ella. 

Pero hay más que desnudos. La señora Fontana vertió toda su sabiduría retratando a Antonietta Gonsalvus, una niña de once años con el rostro completamente cubierto de pelo, debido a una enfermedad heredada de su padre, Petrus Gonsalvus o Pedro González, también conocido como el Salvaje Gentilhombre de Tenerife. Esta pintura, lejos de mostrarnos a un monstruo o a un fenómeno de feria, nos devuelve la imagen de un ser humano bello, capaz de amar y de ser amado, que mira al espectador sosteniendo una hoja de papel que parece una carta y nos indica que no era analfabeta, que pensaba y, por tanto, merecía el mismo respeto que los nobles o el clero de la época. 

Creo que la obra de Lavinia Fontana es revolucionaria porque, al dibujar el alma de las personas, señala las diferencias que hay entre unas y otras, normalizando tanta disparidad. 

Siguiendo con exposiciones, en el Thyssen he visto un montaje a base de telas de araña y ópera. Partiendo de la idea de que esos animales oyen a través de sus patas y tejen sus lienzos para atrapar a otros seres, me di cuenta de que la música para mí también es una seda envolvente que me transporta a esos otros mundos que, por estar a centenares de años luz del nuestro, aún no han nacido. 

Contemplando la vida de las arañas me acordé de cuando, de pequeña, mi abuelo Miguel me llevaba al Museo de Ciencias Naturales y allí, de su mano, me extasiaba ante las vitrinas de los escarabajos y de los minerales. Para mí era un universo colorido y fantástico, capaz de emocionar a una niña oficialmente sin uso de razón y, por tanto, sin adulterar aún. Y esa niña todavía pervive en las piedras que hurto a los caminos o en la boca que abro ante los tonos anaranjados de ciertos amaneceres. 

Ya me lo dice Orión, sí, sí, la constelación. Hablo con ella casi a diario porque se vino a vivir muy cerca de mi casa; somos vecinos. Cuando menos lo espero, golpea la ventana y, con el pretexto de pedirme una galleta para su perro, me cuenta historias y cotilleos. Una vez me dijo que podía caminar sobre las aguas porque Poseidón le regaló ese don, a cambio de la ceguera que padece desde crío. Ahora bien, como de joven fue un poco engreído, fanfarroneó acerca de que podía vencer y matar a todos los animales. La Madre Tierra se enfadó muchísimo y le mandó un escorpión gigante que acabó son su vida. 

Pero todo tiene un lado amable, me dice Orión, pues las diosas a las que encandiló con sus encantos rogaron que Zeus lo convirtiera en constelación por los siglos de los siglos. Y el paterfamilias del Olimpo accedió a ello, pero también creó junto a él la constelación de Escorpio (¡toma karma!). 

Mi amigo Orión me aconseja que jamás dé nada por definitivo, pues lo que hoy es blanco mañana puede cambiar de color y me dice, como podría hacerlo mi abuelo, que la rueda de la fortuna nos convierte a muchos humanos en cantos rodados que inician su viaje hacia Itaca o Damasco sin más certeza que la arena que pisan. 

Fotografía ©️A. Quintana. Petra (Jordania), 11 de agosto de 2019

NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de diciembre de 2019 y que puede escucharse pinchando aquí

5 de noviembre de 2019

Planetas vagabundos





Hay planetas que no giran alrededor de ninguna estrella, que no se valen de la luz de otro astro para seguir su ruta. Dicen los astrónomos que muchos de ellos vagan por el universo porque fueron expulsados del sistema planetario en el que nacieron y andan por ahí orbitando a su aire, independientes y ajenos al devenir de quienes fueron sus planetas hermanos. 

Las leyes de la física explican clarísimamente las causas de la expulsión, porque las constelaciones, galaxias y nebulosas en absoluto son tranquilitas y, entre tanto movimiento, explosiones, fusiones y expansiones, acaban dejando a un planeta en la gasolinera de turno, abandonado y olvidado. Parece ser, además, que como esos astros repudiados no cuentan con luz ni propia ni ajena, no pueden verse con un telescopio usual. Se los percibe cuando, al pasar por delante de un objeto brillante, se distorsiona la luz que ese objeto emite. Entiéndase que “pasar por delante” en terminología cosmogónica no es lo mismo que cuando aquí en la Tierra pasamos por delante de algo. Allá en la bóveda celeste puede ser una distancia de miles de años luz. 

Imagino que a esos planetas vagabundos les importan poco las leyes de Keppler, los ensayos de Copérnico y la manzana de Newton. Ellos van por ahí a lo suyo y supongo que el espacio no sería lo mismo si no existieran, dado que la Naturaleza es conservadora y hasta el mismo caos encuentra su orden. 

Estos días he intentado entrevistarme con un planeta de estos, pero ninguno se ha puesto al teléfono. Quería preguntarles sobre las ventajas o desventajas de no pertenecer a ninguna tribu y que me contaran a qué dedican el tiempo. A falta de interlocutor, soñé que eran como ermitaños, viviendo para adentro, interactuando con ellos mismos y sus pensamientos. También me vino la idea de que, cuando nacen las personas, además de la constelación reinante en el cielo, en su horóscopo deberían plasmarse los mundos nómadas que se cruzaron en el firmamento ese día. Quizá esto explicaría  por qué unos son más gregarios que otros. 

Me declaro fan de los planetas apátridas. 

Y estando en estas, se me presentan en plena siesta Maruja Mallo y Fernando Haro Tecglen. Venían hablando de cosas muy raras y, como ambos son bastante apasionados, me dio la impresión de que discutían. Ella sacó del bolsillo una foto que le hice en Santander en 1981 y él me puso delante de las narices un libro que me dedicó allá por los noventa. A mí eso de que anden hurgando en mis cosas no me gusta nada, pero a esos dos no hay quien los detenga y, como pude comprobar después, antes de aparecerse en mi dormitorio, revolvieron cuanto les vino en gana. 

La Mallo, blandiendo esa foto, me recriminó de que hubiera olvidado lo que me dijo ese día: que me cuidara de la casta craneal porque siempre acaba embistiendo a la clase cerebral. Y antes de que yo pudiera defenderme, Haro Tecglen ya estaba también examinándome de cuanto conversamos un día de junio acerca de España, su transición y el valor del perdón. 

Me cogieron de la mano y me llevaron a una sala de cine donde proyectaban imágenes de un cortejo fúnebre y un entierro presidido por un príncipe. A pesar de la temática, la película no era triste, aunque sí inquietante. Salía la hija del muerto sacando un documento de su bolso y entregándoselo a ese príncipe; era un papel mecanografiado por ella misma, al dictado de su padre. Gracias a esa página doblada, que la hija había ocultado a propios y extraños, el delfín del fallecido podría reinar y ser respetado por todos los estamentos del Estado. Días después y en prueba de agradecimiento, el nuevo rey le otorga sendos títulos nobiliarios a esa hija y a la viuda de su antecesor en la jefatura. También sella con ellas y su estirpe un pacto indefinido de tolerancia y no agresión. 

La película terminaba con la estampa de ese rey, cuatro décadas después, callando mientras veía que su antecesor resucitaba en un moderno helicóptero. 

Cuando se encendieron las luces del cine, en la butaca de al lado Maruja y Eduardo me habían dejado esta frase de Maquiavelo: “la política no tiene relación con la moral”. 

Ante esto,  empecé a girar como un planeta errante y a cruzar el universo en silencio, que quizá sea el más elocuente de los sonidos. 

Fotografía ©️A. Quintana. Madrid, 14 de octubre de 2015

NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, una gota de...", dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de noviembre de 2019 y que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/arte-como-arma-revolucionaria-suenos-surrealistas-planetas-audios-mp3_rf_43866223_1.html






19 de octubre de 2019

Castañas locas








A las castañas de Indias se les llama también castañas locas. De pequeña me decían que no me las llevara a la boca, porque podía contraer no sé cuántos males y parece que es verdad, que son muy tóxicas… aunque bellas.

Tengo la costumbre de recoger cada año una o dos castañas de estas, aprovechando cuando caen de los árboles y he sabido que alguna gente las lleva encima como amuleto contra enfermedades. Sin ir más lejos, mi bisabuela tuvo siempre una cerca de sí, metida en una primorosa funda para que no se estropeara el fruto de tanto meterla en bolsillos y bolsos. Porque la abuela de mi madre solo tuvo una castaña, que yo vi y toqué por primera vez  a finales de los setenta y que, como como no podía ser de otra manera, pedí permiso para quedármela como recuerdo de quien solo he conocido en foto. Ahí la tengo desde entonces, junto a unas gafas doradas y un tubo art decó de aspirinas, todo de la misma bisabuela. 

Me gusta llamar locas a esas castañas, en homenaje a las personas inclasificables que, a menudo, se les tilda de orates por el mero hecho de llevar el paso cambiado y ser impermeables al pensamiento concurrente que quieren inocularnos los políticos y los poderes a los que sirven. Pero, ojo, que muchas veces lo que se nos muestra como algo nuevo, alternativo y avanzado no es más que la monserga de siempre, maquillada para salir a escena. 

Vivo en un país en el que, y perdonen si les molesto, los dos últimos presidentes de gobierno descubrieron las siete y media del poder, que no es más que habitar la Moncloa sin gobernar, yendo de un lado para otro fingiendo que hacen y echándole la culpa de su desatino a la población entera, porque para ellos ya no es suficiente que los ciudadanos voten, sino que lo hagan como ellos quieren. Por eso nos castigan repitiendo elecciones  (hemos sufrido tres elecciones generales en cuatro años y en noviembre pondrán otra vez las urnas) y, como la madrastra de Blancanieves, nos envenenan con manzanas de apariencia atractiva. 

Y lo malo es que toda la clase política está en las mismas, ocupando sus cargos como pasmarotes, sermoneándonos, regañándonos y dejándonos sin la paga de los domingos. Como en el juego de cartas, se han plantado para no pasarse de esas siete y media y, como cantaba Joan Báez, me temo que no los moverán, porque quienes llegaron y llegan para mover a los que estaban o están, se vuelven inmovilistas en cuanto tocan escaño. Como ET con su casa y su teléfono, aquí lo mismo: mi escaño, mi sillón, mi sueldo, mis dietas…

Hace unos días leí que este mes se les pagaba a los partidos políticos las subvenciones derivadas de las elecciones de abril. Ya sé que está en la ley, no soy tan obtusa, pero mi estupor y mi rabia surgen por una razón ética,  ya que ninguno merece cobrar dichas subvenciones. Según les dijo san Pablo a los habitantes de Tesalónica en una de sus cartas, “aquel que no trabaje no podrá comer”. Será por eso que, de un tiempo a esta parte, se habla más del turístico Camino Santiago que del apóstol converso. 

En mi mundo paralelo, estos días he hablado con Greta Garbo un par de veces, yendo y viniendo en el metro, mientras iba a Móstoles por temas profesionales. En un sueco que incomprensiblemente yo entendía a la perfección, no paraba de recordarme que no es antepasada de otra Greta que ahora sale mucho en la prensa. La Divina me ha enseñado un nuevo vocablo: pedofrastia, que al parecer es la argumentación en la que se utiliza a niños para atacar al oponente. Hay muchas modalidades de pedofrastia, me explica la Garbo, y me advierte de que ella, en su retiro voluntario, se ha dado cuenta de que el veneno siempre llega a nosotros dentro de manzanas hermosas, como hacía la bruja de Blancanieves. La actriz, que tiene mucho más tiempo que yo para investigar en Internet, ha constatado que la mayoría de quienes hoy lloran por la desertización, la escasez de recursos naturales y el cambio climático siguen contaminando comprando ropa producida en condiciones casi de esclavitud, siguen contaminando en despachos herméticos donde el frío y el calor salen continuamente de un aparato eléctrico, siguen contaminando con sus costumbres gastronómicas y siguen contaminando porque tienen vidas de plástico.

Si, como me cuenta Greta, tras muchas marchas, manifestaciones y panfletos se encuentran los intereses económicos de unas pocas entidades, puede que nos tiremos todos a recoger castañas locas, porque hasta ese momento nos habrán dado solo castañas pilongas. 

NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, una gota de Amparo Quintana”, dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de octubre de 2019 y  que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/manzanas-envenenadas-vidas-pequenas-besos-los-audios-mp3_rf_43037328_1.html


Fotografía ©️A. Quintana. Vicchio (Italia), 8 de agosto de 2017