En el amor siempre hay algo de locura,
mas en la locura siempre hay algo de razón.
(Friedrich Nietzsche)
Aquel año tenían mucho que celebrar, no solo porque cumplían sus bodas de plata, sino porque su hijo había regresado vivo de la guerra que lo mantuvo lejos el último año. Aún faltaban cuatro meses hasta la fecha del aniversario, pero Oclo ya acusaba cierta premura por encontrar un magnífico regalo para su mujer.
Mientras el barbero le retocaba el bigote, pensó en su vida con Camelia, el sacrificio de esta acompañándolo a través de medio mundo, sin asentarse en un lugar hasta pasada la cuarentena de él, los treinta y tantos de ella. La vida de un diplomático no es tan apacible como pueda pensarse, sobre todo si le tocan destinos conflictivos con los que su país va rompiendo relaciones. Por eso sentía que su hogar había sido durante bastante tiempo la lengua en que su esposa y él hablaban, ese chapurreado de ladino e inglés con el que empezaron a tontear y a retarse en el baile de debutantes, cuando Bohemia y la corte de Viena tributaban a las mismas arcas y el océano salpicaba espuma dorada en los sueños de los jóvenes. Hasta se conjuraron para prestarse los votos, el día de su casamiento, en aquella jerga íntima y cómplice. Y así lo hicieron ante el asombro del oficiante, padrino y monaguillos. La madrina, sorda desde niña por la difteria, les dedicó una sonrisa limpia y emocionada. El resto de los asistentes a la ceremonia, absortos como estaban en sus propios pensamientos, no habrían sabido decir si las palabras pronunciadas por los novios eran un latín atropellado por los nervios del momento, o que la acústica catedralicia era refractaria a las voces de los contrayentes.
- ¿Qué le regalaría usted si quisiera impresionar a su esposa? - le preguntó al barbero.
- Algo que no tengan sus amigas. Para las mujeres lo más importante es saber que pueden tener, si quieren, todo lo que su pandilla atesora y, al mismo tiempo, poseer algo que aquellas puedan codiciar y envidiar. Così fan tutte, señor.
A Oclo no le gustó mucho el comentario, aunque debía reconocer que algo de razón llevaba, pues a menudo Camelia sufría de melancolía cada vez que su prima Rebecca se embarcaba en alguno de los cruceros de lujo con que la agasajaba el hijo del último sultán otomano.
Aquella misma tarde, aprovechando que ella estaba ausente por tres días, se puso a indagar entre las cosas de su mujer, buscando pistas sobre sus gustos, manías o caprichos. Resulta increíble lo desconocida que puede resultar la madre de tu hijo, cuando descubres un opúsculo de mística oriental acurrucado entre camisones, o esos versos del peor poetastro envueltos en celofán amarillo.
Lazos, horquillas, flores secas, hebillas repujadas, plumas de diversas aves y algunas piedrecitas compartían espacio en un cofre persa junto al herbario de Camelia. Reparó también en un pequeño rollo atado con una cinta plateada que, al abrirlo, resultó ser un aguafuerte que reproducía el complejo megalítico de Stonehenge. Le impresionó la imagen y recordó que, durante la pasada Navidad, ella colgó más muérdago que de costumbre en el hueco de la escalera principal, aduciendo que así traería suerte a todos los que pasaran por debajo, independientemente de si lo veían o no. ¿Estaría interesada en las culturas paganas que poblaron antaño el Reino Unido?
Al día siguiente y ante el asombro del chófer, sacó el coche de los paseos y marchó solo hacia Salisbury. En un morral llevaba un poco de cecina y seis galletas que él mismo cogió de la despensa. También se proveyó de prismáticos y de su bastón campero, aquel que le regalaron el año pasado unos armenios agradecidos.
A mitad de camino paró en lo que parecía una fonda. Traspasó la puerta de entrada y observó a cinco parroquianos jugando a los dados en dos mesas adosadas. A pesar de su aspecto rural, eran comedidos en las formas y celebraban los triunfos sin gritos ni aspavientos. Pasó delante de ellos saludando sin mirar y se dirigió a un rincón donde había un perol grande con sopa y varias escudillas apiladas. Cogió una y se sirvió un poco de aquel caldo con puerros y patatas.
Al momento llegó la dueña del establecimiento, una rubiales de nariz respingona vestida de negro. Oclo pensó al principio que era viuda, pero pronto mudó de idea cuando ella misma le afirmó que estaba esperando su segundo hijo y que el bebé nacería antes de que su padre saliera de la cárcel del condado.
- Mala suerte, señor. Le provocaron unos borrachos aquí mismo, entrando en forcejeos y queriendo el destino que uno de ellos se cayera como un plomo al suelo, golpeándose la sien con una silla de estas de aquí, que ya ve son muy duras. La silla se la llevaron los guardias, como prueba dijeron, aunque yo más bien creo que fue para sentarse ellos, porque ¡qué sentido tiene apresar también un mueble, digo yo!
Repitió de sopa, pagó más de lo que la mujer le pidió y se marchó.
Cuando llegó a Salisbury se dirigió al ayuntamiento. Allí preguntó a un bedel por la dirección que debía tomar para llegar a Stonehenge.
- ¿Viene usted a comprarlo?
- Solo venía a verlo. Desconocía que estaba en venta.
- Sí, es de una familia que necesita el dinero. Son muchos acres de tierra fértil, en uno de los mejores parajes. El agua de allí es muy buena y el sol no hace tanto daño como en otros lugares.
- Yo venía a contemplar las piedras…
- El año pasado se cayó una, cuando una tormenta descargó más de veinte rayos por aquí cerca. Los trozos se los llevaron a otra casa de los dueños, para mampostería. De todos modos, si cambia de opinión, pregunte por Lord Monroy. Vive en la mansión que hay camino al río; no tiene pérdida.
Se hizo de noche y Oclo seguía embobado ante la agrupación de rocas. Las había rodeado, acariciado, olido, escuchado, visto desde distintas perspectivas. De lejos, sobre un repecho del camino, parecían dispuestas como esos templos antiguos que vio tantas veces en algunos de sus destinos más exóticos. De cerca, al lado de ellas, se le antojaban gigantes benefactores de la ciudad.
Cuanto más las miraba, con más fuerza le venía la idea de comprarlo. Tenía claro que iba a ser el mejor regalo de aniversario para la mejor de las esposas.
Traspuesto y obnubilado volvió a Londres. La cecina y las galletas seguían el morral. Antes de llegar a su casa, se las dio a un perro que olisqueaba las alcantarillas.
No le comentó nada a nadie, ni siquiera a Camelia cuando esta regresó. Casi dos meses duraron las negociaciones, pues no solo tuvo que ajustar el precio con su propietario, sino que se vio obligado a compensar a varios aparceros por la rescisión, antes de tiempo, de los contratos que los unían a la familia Monroy. Oclo quería que el terreno estuviera libre de inquilinos, vacío de servidumbres, liberado de cualquier cadena que lo atara al pasado. Imaginaba a su mujer organizando cenas y bailes estivales en ese andurrial tan hermoso; podrían celebrar juegos florales, montar pequeñas obras de teatro… Incluso estaba dispuesto a adquirir una casa cerca de allí para pasar días de asueto en medio de ese sueño.
Pasaron los días y llegó la gran fecha. Debido a un brote de las fiebres palúdicas que trajo del frente su hijo, el festejo sería íntimo, una comida en casa. Únicamente acudirían Rebecca y el vástago del sultán, recién llegados de España.
A los postres, antes de que los varones se retiraran al salón de fumar, Camelia le pidió a su doncella que le trajera un paquete rojo que había dejado en el vestidor. Oclo se ausentó unos segundo y regresó con un cartapacio crema atado con cintas pardas.
- Se lo encargué a Rebecca, querido. Lo ha traído expresamente para ti desde Toledo.
De un paquete bastante largo y estrecho, Oclo extrajo una espada cuya empuñadura estaba cubierta con arabescos dorados.
- Para tu colección. Me informé de que el acero de esas tierras es de lo mejor que se hace. Parece mentira, pero allí poseen una fábrica de armas muy acreditada desde hace siglos. Y estos dibujos de aquí están hechos con oro; son hilos y láminas finísimas de oro auténtico. Lo llaman damasquinado. ¿A que no lo sabías?
- Gracias, Camelia. Es un sable precioso. Y sí, menuda hoja tiene. Acero bien templado… Y ahora coge esta escritura, es tu regalo.
Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia el legajo que sacó Oclo de la carpeta, intrigados.
- Lee, Camelia, lee.
- ¿Son unas escrituras?
- Sí, he comprado Stonehenge para ti. Vi que guardas un grabado entre tus cosas y comprendí que te atrae ese lugar.
- ¿Que has hurgado en mis cosas…?
- Tenía que hacerlo. Debía buscar alguna pista sobre algo que te hiciera realmente feliz.
- Devuélvelo, no lo quiero.
- Pero Camelia, espera a verlo. Podemos ir mañana y te quedarás maravillada como yo me quedé la primera vez que lo contemplé.
- No lo quiero, Oclo. ¿Qué tipo de regalo es este? ¿Unas piedras en medio del barro? No te entiendo. Yo no quiero vivir allí, ni veranear, ni pasear. ¿Ya no me conoces? Hicimos planes para comprar una casa de campo en Escocia, pero en ese agujero de Salisbury… ¿Te has vuelto loco?
Camelia se echó a llorar. Rebecca y el turco se marcharon y el hijo de la pareja, rendido por la fiebre, decidió irse a reposar.
Oclo no salía de su asombro. Disgustado, cogió la escritura y la regresó a la carpeta. Diplomático, acarició el pelo de su mujer y, en la jerga que ambos inventaron, le pidió disculpas por haberse entrometido en sus armarios y cajones, por haberse precipitado a comprar algo sin consultar primero, por haber sido un idealista y no pensar en algo más práctico. Mañana mismo acudiría a una inmobiliaria y pondría en venta las tierras recién adquiridas. También aprovecharía su inminente viaje a París, acompañando al ministro, para comprarle un collar de perlas grises.
Aquella noche, al resguardo de la luna llena y con los ojos enrojecidos por el llanto, Camelia le confesó que había estado en Stonehenge un par de veces, del brazo de un médium que abusó de su buena fe y la engatusó haciéndole creer que se había enamorado de ella. Sintiéndose halagada, actuó como una ingenua hasta que se dio cuenta de su error, pues el donjuán solo quería dinero para iniciar un viaje a Katmandú, sin que haya vuelto a tener noticias de él desde que puso rumbo al Himalaya. Por eso no quiere ni oír hablar de aquella piedras milenarias.
- ¿Y por qué conservas el grabado? ¿Te lo regaló él?
- No sé. Supongo que por la misma razón por la que se guardan los secretos.
Cuando firmó la venta a favor de la compañía Knight Frank, quien no pudo aguantar las lágrimas fue Oclo. Se sentía injustamente tratado, incomprendido y humillado, aunque un hombre de su posición no podía dejar traslucir el enorme agujero que se había abierto en su corazón para siempre.
Y desde entonces, hay quienes afirman que, en las tardes de niebla, se ve pasear por Stonehenge a un caballero que mordisquea cecina y galletas que va sacando de su morral.
NOTA: Esta historia está remotamente basada en un hecho real. Agradezco a Knight Frank y a su representante en España que me hayan autorizado a llenar de ficción lo que me contaron en el descanso de una mediación.
Fotografía del grial tomada en el Museo del Prado (Madrid), julio de 2016