En los últimos tres meses, había transitado por cinco aeropuertos y
siete estaciones ferroviarias. Hoy le tocaba Almería; a las cuatro de la tarde
comenzaría a explicar a un alumnado incierto las claves del relevo generacional
en las empresas familiares. Eran las diez y cuarto de la mañana y estaba en
la sala de embarque. Primer viernes de marzo de 2014, día 7 por más señas.
La azafata de tierra anuncia que los pasajeros preferentes y quienes
viajan con niños ya pueden enfilar hacia el mostrador, ordenando que todo el
mundo tuviera preparada la tarjeta de embarque y su documento de
identificación. Ella cerró el libro que leía, desactivó su teléfono y palpó la
cartera de llevaba para comprobar por enésima vez que portaba sus papelotes, el
iPad y dos cargadores. Siempre le gustó volar, mirar las nubes a través de la
ventanilla, imaginar que los titanes empujan la aeronave y que el sol cobija
bajo sus rayos ese cascarón de metal y fibra que surca las autopistas del
cielo. Pensó en los argonautas y en cómo habría sido su viaje de contar con
aviones; imaginó un Jasón a los mandos mientras oteaba, a vista de pájaro, campos
y caminos en búsqueda del vellocino.
Debió de quedarse adormilada unos minutos cuando la despertó su propio
estremecimiento de frío. Ajustándose la chaqueta, echó un vistazo afuera.
Cordilleras, valles, rocas y tonalidades grises. Pensó que ya estaban cerca del
destino y que aquello debía de ser Sierra Nevada. Notó que la nave ralentizaba
la marcha y de repente emergió ante sí la más maravillosa criatura que jamás
vio. Era el Mulhacén, con su melena y barbas blancas de nieve, la presencia corpórea
más grande de la península, la majestad encarnada en piedra, la sabiduría y
astucia de los miles de años que acumulaban sus riscos. Ella sintió que era el soberano
de Andalucía, el señor de las cordilleras, el emperador de las nubes, el dueño
de los vientos y el amo de los glaciares. La imagen del coloso transmitía poder
y serenidad, también clemencia hacia aquella boba que hubiera dado siete
semanas de su vida por alargar la mano y tocarle la capa de armiño a ese ser
mayestático que le hablaba sin sonidos. Notaba que el pecho se le ensanchaba y
que un estado alegre le recorría el cuerpo. Retiró los ojos de esa cumbre y recorrió
con la vista los asientos cercanos de la cabina: cada cual a lo suyo, parecía
que nadie se había percatado de tanta belleza.
Aquel mismo día, por la noche y tras la cena, paseó por la plaza
contigua a su hotel y observó cómo cientos de personas hacían cola y guardaban
turno cerca de una iglesia. Era una fila en espiral, ordenada, tranquila, sin
bullicio, nervios ni prisas. Preguntó y le aclararon que eran devotos de Jesús
de Medinaceli y ella elevó la vista hasta el campanario: faltaban unos minutos
para las once, seguramente esas personas pasarían allí bastantes horas más… Otro
rey de reyes esculpido y quieto.
Viernes 13 de marzo de 2015. Del techo colgaban unas lámparas regias
que conferían a la estancia cierto aire palaciego. Ella esperaba sentada a la
mesa, imaginando que aquel comedor en realidad era un salón de baile. Le
vinieron imágenes de corsés y boquillas largas, espejos, abanicos, plumas y
aromas empolvados… A las tres en punto llegó su cita, vestimenta oscura y
corona nívea, mirándola desde arriba, desde la cumbre de un orgullo que no era
jactancia, sino esplendor y lucimiento. Permitió que le mirara a los ojos y
ella vio en ellos el reflejo del Mulhacén. Pensó que el ayer, cuando regresa,
en realidad fue un futuro que ahora busca su acomodo y que, entre esa montaña resplandeciente
y el comensal de ahora, existía un hilo conductor que ella y solo ella sería
capaz de averiguar.
La conversación entre ambos transcurrió por lugares poco trillados,
nada protocolarios. Tuvo la sensación de estar siendo interrogada por un rey
condescendiente que ha dejado su atalaya para mezclarse entre la humanidad de
sus vasallos. Sintió que sus respuestas provocaban reacciones a las que no
estaba acostumbrada y que la empujaban a servirse de la esgrima para sortear
envites. Pensó en su admirada Sissi, la de verdad, la del vals negro y no el
tecnicolor almibarado de una Schneider pepona e irreal y sintió que el estilete
de Luccheni le punzaba el corazón en ese salón de baile donde solo el emperador
danzaba.
Terminada la comida, transitó sola por todo tipo de calles. Llegó a
una donde decenas de feligreses aguardaban a entrar, ávidos de rozar con sus
labios el pie quieto del Jesús de Medinaceli que reina en sus almas. Y mientras
bajaba hacia el Paseo del Prado preguntándose acerca de tanta coincidencia,
notó el calor de un hilo de sangre encharcándole la blusa. Supo entonces que
renacía en los brazos de un Mulhacén que la invitaba a subirse al tiovivo de su
audacia.
NOTA sobre la fotografía: Tomada en Vannes (Bretaña), 10-8-15