Llevo tiempo advirtiendo lo orgullosa que se siente la gente por
cualquier cosa y cómo puede llegar a jactarse de ser, estar o aparentar hasta lo
más ridículo. Aparte de pronunciar ese término por doquier, la etiqueta #Orgullos@
se ha vuelto una plaga en redes sociales y, créanme, en determinados contextos
a veces me suscita alguna sonora carcajada. Como estamos en año electoral,
ahora les toca a los políticos y, miren por dónde, parece que se han apuntado a
la moda. Pertenecer a un partido conlleva que te gusta su ideario, estás más o
menos contento con las decisiones de tus superiores y sueñas con que tu
formación arrase. Todo esto se da por sentado, es lo normal y no es necesario
hincharse diciendo que uno está orgulloso de apoyar a su líder, de confeccionar
la nómina de candidatos, de abandonar el cargo para que se presente otro, de
que te llame un juez en calidad de imputado y toda esa ristra de simplezas…
Como ha pasado casi un año desde que me tocó por primera vez (y
espero que sea la última) formar parte de una mesa electoral, me apetece echar
un poco de leña al fuego del orgullo, no sea que acabemos todos abrasados con
tanta inmodestia. Algunos recordarán que en aquella ocasión se trató de
comicios europeos, pero para el caso da igual. Pronto volveremos a escuchar los
mismos eufemismos y las manidas frases grandilocuentes de siempre. Así que voy a
relatar lo que recuerdo de aquel 25 de mayo de 2014:
A pesar de mi escepticismo político y de mi vena contestataria,
reconozco que fui puntual, muy puntual, la más puntual de todos y que me había
leído de cabo a rabo un folleto con instrucciones que, días atrás, me había
entregado la cartera. El rictus tranquilo con que llegué al colegio donde me
habían citado se fue congelando a medida de que me percataba de que todos los
que aguardábamos allí éramos suplentes. En medio de un monumental batiburrillo
que obligó a retrasar bastante la apertura de la sede electoral, alguien pierde
los nervios y, ni corto ni perezoso, el interventor del partido de la flor llama
a la policía nacional.
Imagínense quién estaba en medio, quién se siente obligada a
parlamentar con la fuerza del orden, quién consigue aplacar la alteración de
quien ya se veía esposado y a quién aperciben de estar propiciando (sic) un
delito electoral. Pues sí, era yo. La citada amenaza no provenía de los
agentes, sino de ese interventor gañán que debió de pasar muy mala noche, a
juzgar por el día que nos dio.
Comparecen los representantes de la Administración y manu militari nos designan a los
distintos componentes de las mesas. A partir de entonces, la mía pasó a
denominarse “la de las chicas”, nombre con que la bautizó el mastuerzo aquel.
Será porque llevo gafas, porque iba en vaqueros o por qué sé yo, pero me tocó
hacer a mano todas las actas del mundo, elemento más que importante para los
delegados de las candidaturas, que otra cosa no, pero aparecer cuando menos
falta hacían y pedir datos y papeles cuando más afluencia de público había, se
les daba de perlas. Debo decir que todas las siglas se comportaban igual, a grandes
rasgos. Las diferencias entre ellas eran matices de corte culinario (unos
se paseaban comiendo patatas fritas y otros montaditos de jamón, pero nadie
ofrecía, que conste). Además de las citadas actas, mi función consistió en
escribir a bolígrafo, uno a uno y DNI incluido, los nombres y apellidos de cada
votante, verificar conteos cada cuatro horas y, de vez en cuando, aguantar la
cháchara de militantes no ya en las antípodas de mis valores o ideas, sino la
mayoría de ellos manifiestamente enemigos del orden público. Pensé que los
opuestos se atraen y ese día yo debía de tener un imán para tanto majadero.
Quiso el destino que mi mesa terminada la primera de contar
papeletas y votos, con sus actas incluidas (mi letra mejoró una barbaridad con
tanta práctica) y siguiera las instrucciones de aquel folleto que el Estado
regala a los agraciados con el premio “Siéntese al pie de una urna”. Pues bien,
dado que los resultados no favorecían a los partidos mayoritarios (o partido
único bifronte, según se mire), el mismo interventor bruto y grosero que nos
estuvo tocando el pífano desde las ocho de la mañana se empeñó en repetir el
recuento… ¡con las papeletas arrugadas que ya estaban en bolsas de basura! En
esto no midió bien sus fuerzas y fue a enfrentarse, no a “las chicas” de la
mesa, sino al resto de compromisarios y representantes políticos.
Aprovechando la coyuntura, con un sigilo y aplomo propios de una
película de espías, el sobre con las actas y los resultados de mi mesa se
encaminaron a su destino administrativo.
De esta aventura extraje varias conclusiones, que someto aquí a la
reflexión de quien quiera:
- Un día electoral no es "la fiesta de la democracia" ni nada parecido, por más cursiladas que se empeñen en decir. Es un trámite.
- No esperen buena conversación de ningún politicastro.
- No es tan difícil el pucherazo (ahí lo dejo).
- Lo mejor del día, los votos nulos. Hay que reconocer que la gente se vuelve creativa cuando se trata de manifestar su indignación, malestar o frustración. Uno de los sobres llevaba una rodaja de chorizo: elocuencia pura.
- Creía poco, pero ahora desconfío plenamente de los resultados oficiales.
- Va siendo hora de modernizar la forma de votar y de recoger la información electoral en las mesas. Seguimos en el siglo XIX, pues en el XX ya existían los ordenadores.
No lo he contado todo, pero decidan ustedes si esta breve muestra
es para estar orgullosos. Sé que muchos no comparten lo que expreso y no
faltarán quienes me acusen de que generalizo lo que tal vez sea un caso aislado.
Cuento lo que viví y crean que no exagero un ápice, pues el tiempo ha amortiguado muchas emociones.
Al día siguiente le conté la
peripecia a mi amiga Mar. Como ella tiene el don de subrayar siempre lo
más humorístico, nos despachamos a gusto. Y es que, de cuando en cuando, tenemos que
reírnos de nosotros mismos y, por supuesto, de nuestro sacrosanto sistema. Eso sí, sin perder de vista que debemos hacer autocrítica, mirarnos menos el ombligo y empezar a reparar aquello que
se ha deteriorado, como los obreros de la fotografía que ilustra este post,
pues las cosas devienen inservibles cuando no se ponen al día. Este final me ha
salido muy alegórico, pero a buen entendedor…
NOTA: La foto se tomó en Sibiu