Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a
fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen
autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y
mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente
particulares.
Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto.
Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan
("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo
cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también
es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la
aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la
critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan,
quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta
manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en
material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.
La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo
término latino, por tanto, podemos
pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo
para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente
cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de
alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.
Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma
de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre,
a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a
Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del
West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos
gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas
de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con
el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte
en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera
contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como
provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber
dicho el representante de los obispos.
Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo
desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por
ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo
que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que,
como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un
cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea
periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de
nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo
cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción
de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana,
leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta
que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que
voten (o no voten).