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20 de mayo de 2015

El poder de la mirada






Asistí a la representación, en un teatro de Madrid, de la obra “La mirada del otro”, basada en el trabajo que llevó a cabo un equipo de mediación con el objeto de facilitar el diálogo entre algunas víctimas del terrorismo vasco y algunos pistoleros disidentes. Ya iba siendo hora de que se tocara el tema con pulcritud, sin panfletos ni frases políticas y que, además, los protagonistas sean dos personas unidas por la misma tierra, que buscan en sus respectivas miradas la clave para pasar página sin tener por ello que olvidar. El 2 de octubre de 2011, y en este mismo blog, me hice eco de dichos encuentros mediados, rompiendo una lanza a favor de los mismos. Si alguien quiere echar un vistazo a lo que escribí entonces, puede pinchar aquí
Lo que más me gustó de la obra fue lo bien que se recoge el vértigo que casi siempre nos atenaza cuando sabemos que tenemos pendiente una conversación y que debemos realizarla, no porque sea necesaria en sí misma, sino por nuestro propio compromiso interno. Dialogar es darle al interlocutor la oportunidad de mirarnos y de que, a través de sus ojos, se sumerja en las profundidades de nuestro discurso, encontrando así su verdadero sentido. En esta época de guasapeo, mail y videoconferencias, no es casualidad que la gente se decante por “hablar” a través de métodos electrónicos, parapetada tras un escudo que proteja su mirada de la observación del otro. 
Me pregunto si hubiera sido posible efectuar con éxito la mediación que da origen a la referida obra de teatro si, en lugar de encontrarse frente a frente, los protagonistas se hubieran escrito o llamado por teléfono. Mi respuesta es un no rotundo, de la misma manera que nos enamoramos de alguien a través de sus ojos, pues su mirada nos devuelve siempre lo que percibe de nosotros, más allá de las palabras, más allá de los silencios, mucho más allá de los prejuicios… Mirarnos para comprendernos, para conocer lo que encerramos tanto que ni siquiera somos capaces de verbalizar. Ese es el fin del diálogo, conversar sin boca, pues las palabras no alcanzan las ramas donde anidan los sentimientos y, además, a fuerza de nombrar las cosas con vocablos ajenos, casi nunca acertamos.

La mirada del otro, cuando es franca, reflejará siempre la tuya.


  

6 de abril de 2015

Esto no es lo que parece… ¿o sí?






Llevo tiempo advirtiendo lo orgullosa que se siente la gente por cualquier cosa y cómo puede llegar a jactarse de ser, estar o aparentar hasta lo más ridículo. Aparte de pronunciar ese término por doquier, la etiqueta #Orgullos@ se ha vuelto una plaga en redes sociales y, créanme, en determinados contextos a veces me suscita alguna sonora carcajada. Como estamos en año electoral, ahora les toca a los políticos y, miren por dónde, parece que se han apuntado a la moda. Pertenecer a un partido conlleva que te gusta su ideario, estás más o menos contento con las decisiones de tus superiores y sueñas con que tu formación arrase. Todo esto se da por sentado, es lo normal y no es necesario hincharse diciendo que uno está orgulloso de apoyar a su líder, de confeccionar la nómina de candidatos, de abandonar el cargo para que se presente otro, de que te llame un juez en calidad de imputado y toda esa ristra de simplezas…

Como ha pasado casi un año desde que me tocó por primera vez (y espero que sea la última) formar parte de una mesa electoral, me apetece echar un poco de leña al fuego del orgullo, no sea que acabemos todos abrasados con tanta inmodestia. Algunos recordarán que en aquella ocasión se trató de comicios europeos, pero para el caso da igual. Pronto volveremos a escuchar los mismos eufemismos y las manidas frases grandilocuentes de siempre. Así que voy a relatar lo que recuerdo de aquel 25 de mayo de 2014:

A pesar de mi escepticismo político y de mi vena contestataria, reconozco que fui puntual, muy puntual, la más puntual de todos y que me había leído de cabo a rabo un folleto con instrucciones que, días atrás, me había entregado la cartera. El rictus tranquilo con que llegué al colegio donde me habían citado se fue congelando a medida de que me percataba de que todos los que aguardábamos allí éramos suplentes. En medio de un monumental batiburrillo que obligó a retrasar bastante la apertura de la sede electoral, alguien pierde los nervios y, ni corto ni perezoso, el interventor del partido de la flor llama a la policía nacional. 

Imagínense quién estaba en medio, quién se siente obligada a parlamentar con la fuerza del orden, quién consigue aplacar la alteración de quien ya se veía esposado y a quién aperciben de estar propiciando (sic) un delito electoral. Pues sí, era yo. La citada amenaza no provenía de los agentes, sino de ese interventor gañán que debió de pasar muy mala noche, a juzgar por el día que nos dio.

Comparecen los representantes de la Administración y manu militari nos designan a los distintos componentes de las mesas. A partir de entonces, la mía pasó a denominarse “la de las chicas”, nombre con que la bautizó el mastuerzo aquel. Será porque llevo gafas, porque iba en vaqueros o por qué sé yo, pero me tocó hacer a mano todas las actas del mundo, elemento más que importante para los delegados de las candidaturas, que otra cosa no, pero aparecer cuando menos falta hacían y pedir datos y papeles cuando más afluencia de público había, se les daba de perlas. Debo decir que todas las siglas se comportaban igual, a grandes rasgos. Las diferencias entre ellas eran matices de corte culinario (unos se paseaban comiendo patatas fritas y otros montaditos de jamón, pero nadie ofrecía, que conste). Además de las citadas actas, mi función consistió en escribir a bolígrafo, uno a uno y DNI incluido, los nombres y apellidos de cada votante, verificar conteos cada cuatro horas y, de vez en cuando, aguantar la cháchara de militantes no ya en las antípodas de mis valores o ideas, sino la mayoría de ellos manifiestamente enemigos del orden público. Pensé que los opuestos se atraen y ese día yo debía de tener un imán para tanto majadero.

Quiso el destino que mi mesa terminada la primera de contar papeletas y votos, con sus actas incluidas (mi letra mejoró una barbaridad con tanta práctica) y siguiera las instrucciones de aquel folleto que el Estado regala a los agraciados con el premio “Siéntese al pie de una urna”. Pues bien, dado que los resultados no favorecían a los partidos mayoritarios (o partido único bifronte, según se mire), el mismo interventor bruto y grosero que nos estuvo tocando el pífano desde las ocho de la mañana se empeñó en repetir el recuento… ¡con las papeletas arrugadas que ya estaban en bolsas de basura! En esto no midió bien sus fuerzas y fue a enfrentarse, no a “las chicas” de la mesa, sino al resto de compromisarios y representantes políticos.

Aprovechando la coyuntura, con un sigilo y aplomo propios de una película de espías, el sobre con las actas y los resultados de mi mesa se encaminaron a su destino administrativo.

De esta aventura extraje varias conclusiones, que someto aquí a la reflexión de quien quiera:
  1. Un día electoral no es "la fiesta de la democracia" ni nada parecido, por más cursiladas que se empeñen en decir. Es un trámite.
  2. No esperen buena conversación de ningún politicastro.
  3. No es tan difícil el pucherazo (ahí lo dejo).
  4. Lo mejor del día, los votos nulos. Hay que reconocer que la gente se vuelve creativa cuando se trata de manifestar su indignación, malestar o frustración. Uno de los sobres llevaba una rodaja de chorizo: elocuencia pura.
  5. Creía poco, pero ahora desconfío plenamente de los resultados oficiales.
  6. Va siendo hora de modernizar la forma de votar y de recoger la información electoral en las mesas. Seguimos en el siglo XIX, pues en el XX ya existían los ordenadores.
No lo he contado todo, pero decidan ustedes si esta breve muestra es para estar orgullosos. Sé que muchos no comparten lo que expreso y no faltarán quienes me acusen de que generalizo lo que tal vez sea un caso aislado. Cuento lo que viví y crean que no exagero un ápice, pues el tiempo ha amortiguado muchas emociones.

Al día siguiente le conté la peripecia a mi amiga Mar. Como ella tiene el don de subrayar siempre lo más humorístico, nos despachamos a gusto. Y es que, de cuando en cuando, tenemos que reírnos de nosotros mismos y, por supuesto, de nuestro sacrosanto sistema. Eso sí, sin perder de vista que debemos hacer autocrítica, mirarnos menos el ombligo y empezar a reparar aquello que se ha deteriorado, como los obreros de la fotografía que ilustra este post, pues las cosas devienen inservibles cuando no se ponen al día. Este final me ha salido muy alegórico, pero a buen entendedor…

NOTA: La foto se tomó en Sibiu


15 de marzo de 2015

La corte de los milagros




En una esquina aledaña de la calle Segovia y a pocos metros del lugar donde antaño se ubicó el estudio de López de Hoyos, existe un café tranquilo, con hermosas orquídeas en los veladores y un monaguillo que te franquea el paso sin pedirte nada a cambio. Este local es pariente próximo de otro ubicado en la acera de enfrente, famoso desde hace muchos años y cuyo rótulo marca bien su pertenencia a un estatus eclesiástico superior.

Por esas cuestiones de la sinrazón, muchas tardes, caminando hacia mi casa, recalo en el del monaguillo para tomar un té, abstraerme del día y charlar con la culta taiwanesa que lo regenta. C., además de cuidar a la parroquia con mimo y de manera muy personalizada (a todo el mundo le llama por su nombre y lo eleva al estrado de lo único), tiene una forma de comunicarse muy pareja a la mía y quizá sea ese el motivo por el que los canales de confianza se abrieron pronto: discreción, contestar a todo y tener una frase amigable que nos permita descubrir un poquito más del interlocutor. Soy consciente de que ella tiene un retrato bastante certero de mi persona, pues es de las mujeres que con una sonrisa y su mirada oblicua, te disecciona en un abrir y cerrar de ojos. Hablamos de muchas cosas, según esté el día, desde Podemos a los mares lejanos, pasando por las motos de su marido, la vecina de Linares o la Guerra del Opio. Hasta aquí, nada diferente a lo que podríamos comentar con cualquier otra persona. Pero lo que hacen extraordinarios para mí tales encuentros es que de cuando en cuando el destino me regala unas perlas que recojo y guardo. Un día descubrí que está emparentada con quien fue mi profesor de Derecho Canónico. Otra vez me habló de alguna magnífica mujer que adiestraba a las concubinas de su esposo y la maravillosa coordinación y respeto que, bajo sus directrices, reinó siempre en esa comuna doméstica.

Sus historias me acompañan en esta tarde de cielos grises, mientras me preparo un té ahumado de Formosa (¿en honor a ella?) y me imagino el rostro de ese abuelo suyo que parece sacado de la novela “El Patriota”, de Pearl S. Buck.

Y entre sorbo y sorbo, bendigo aquel 22 de diciembre de 2006 en que llegué a este lado de la ciudad con dos inmensos camiones de mudanza. Si no me hubiera movido, tal vez no habría comprendido que en los madriles, de cuando en cuando, se producen milagros. Sin ir más lejos, conocer a Michael Haneke cenando en la mesa de al lado, como se ve en la fotografía que ilustra esta entrada. Y es que, como en la canción de Jaume Sisa, “cualquier noche puede salir el sol”.

NOTA: La fotografía se tomó en el restaurante Ouh Babbo, calle Caños del Peral. nº 2.




14 de marzo de 2015

Verdi, Wagner y Boadella o el hechizo de los contrarios





Asistí el otro día a la representación de “El Pimiento Verdi” en los Teatros del Canal. Me gustó, disfruté con la función y me divertí al lado de dos señoras neoyorquinas con quienes compartí la mesa. Sí, han leído bien, la mesa, porque se trata de una representación con comida y bebida, pues la acción transcurre en una taberna.

El texto se jalonaba con las alabanzas que, por parte de cada grupo partidario de uno u otro compositor, se tornaban en insultos recíprocos, para concluir la representación en un sabio maridaje de nibelungos y rigolettos, uniendo las cumbres bávaras con el cielo de Parma, a Violetta con Sigfrido. Con Boadella presente en el teatral figón, aguantando las puyas y ocurrentes morcillas de sus actores-cantantes, recordé a ese Helmut Berger que, en la piel de un Ludwig complejo, sensible y excelso, contagiaba a los espectadores de su pasión por las melodías wagnerianas. En el caso de Albert, sin embargo, se vislumbra Verdi y, aun así, opta en su obra por la fusión que acabo de referir.

Hay ocasiones en las que no se puede decidir, pues elegir una sola cosa equivale a mutilar nuestra capacidad de emocionarnos y esto, en definitiva,  es acortar la intensidad de la propia vida. Por eso voy acumulando en los  bolsillos minerales y flores, amaneceres y ocasos, ríos y océanos, no porque sea contradictoria, sino porque el pensamiento libre acaba desembocando en la miscelánea, al igual que el viento puede mezclar los rombos y corazones de un castillo de naipes.  

Amar la música de Wagner no me impide conmoverme con el coro de esclavos de Nabucco y tampoco es incompatible con mi llanto en Auschwitz.


NOTA: La fotografía está tomada en Bucarest

3 de febrero de 2015

Lo que aprendí de ti




Para Joaquín, mi padre

Siempre supe que ninguna persona reemplaza a otra, pero es ahora cuando puedo decir que lo he asimilado. Cada cual ocupa un lugar concreto y definido en la vida de los demás, albergado en el núcleo de la existencia. Desde la infancia vamos descubriendo que no todos representan lo mismo para nosotros y que la huella que nos dejan va más allá del parentesco, la amistad o el oportunismo. Por eso, ahora que ya no puedo coger tu mano ni darte un beso ni llenarte el vaso con agua, agradezco tener un corazón que me ayude a recordarte, un corazón cincelado por vientos emotivos, más que por imperturbables palabras.

Recordar es hacer que las cosas surquen dos veces nuestros corazones y he aquí que se recuerda con dicho órgano y no con la cabeza. Perdemos el tiempo buscando aromas, voces o paisajes allá donde anidan logaritmos y declinaciones, pues la memoria nunca ha sido sinónimo de conocimiento ni de ideas. Se rememora desde el sentimiento y, como al fin y al cabo este es selectivo, yo termino acordándome siempre de lo mejor y más luminoso, en detrimento de amarguras y sombras.

Vivir es crecer, crecer es aprender, aprender es fijarse. Desde pequeña observé que tus difuntos estaban presentes en tu vida y que los recordabas desde la alegría y la calma, sin pesares, abatimientos o largos desconsuelos. Por eso, lo que aprendí de ti es tan complejo y simple al mismo tiempo, pues me enseñaste a vivir con ausencias. Nada reemplaza a nadie, todo sigue ocupando su lugar en nuestros corazones… y nos asomamos al balcón de la esperanza, ávidos de atesorar más recuerdos.

Nota: La fotografía fue tomada en Brasov

28 de septiembre de 2014

Δημοκρατία o las manos del poder territorial







Dejando a un lado tiempos remotos, en que los soberanos concebían los países como su finca particular y, por eso, allanaban cuanto fuera menester para agrandar los confines de sus reinos, la historia contemporánea está plagada de cambios geográficos realizados al albur de la oportunidad y conveniencia. Las unificaciones, secesiones y bautismo nominal de territorios ha causado mucho llanto y no menos vidas, cerrando a veces en falso heridas centenarias que, de cuando en cuando, sangran.

Estado es a patria lo que tomate es a hortaliza. Es decir, para algunos es lo mismo y para otros no siempre (algunos califican al tomate como fruta). La tierra de los antepasados se diluye en muchas ocasiones entre varios países, siendo frecuente que, sin cambiar de domicilio, se nazca con una nacionalidad y se crezca o muera con otra distinta. Piénsese en los habitantes de Gdansk- Danzig o Wroclaw-Breslau, por citar algún ejemplo de los más conocidos, dentro de los contemporáneos.

En esa indefinición, surge muchas veces la necesidad de separarse, para buscar un espacio propio que permita elegir su destino y lejos de los bamboleos de quienes ahora se consideran extraños. En el siglo XIX fructificaron revoluciones nacionalistas apoyadas desde muy distintas instancias. En este sentido, sabido es que la emperatriz Isabel de Austria no solo simpatizó con aquellas causas, sino que apoyó personalmente la escisión  de Grecia o Hungría, y eso que este último país pertenecía a su soberanía. Tal fue su entrega que, aparte de pasar largas temporadas en Corfú y mantener contactos con aquineos independentistas, dedicaba interminables horas de su tiempo a estudiar las lenguas del Peloponeso y del país magiar. Si alguien desea documentarse sobre estas cuestiones, abandone las películas en technicolor, con esa Sissi enamorada de un Francisco José paternalísimo y reverenciado por sus súbditos, y lea algunos ensayos publicados en las tres últimas décadas del siglo XX. Puede que la imagen cursi y edulcorada deje paso a una mujer de carne y hueso, con luces y sombras, pero al fin y al cabo terrenal y auténtica. Tal vez otro día escriba acerca de ella y de los sentimientos que me provoca.

Avanzando en el tiempo y tras la Conferencia de Yalta, Berlín se dividió en cuatro zonas que serían administradas, respectivamente, por Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia. En esa ocasión, además, se trataron temas concernientes a los territorios de Europa del Este e Italia, por ejemplo.

Es decir, las fronteras van y vienen, dependiendo de la economía, de las ansias geopolíticas de ciertos dirigentes o del sentir de sus habitantes. Hay italianos del Trieste que aun hoy subrayan al hablar su procedencia, como queriendo dejar claro que son más austriacos que mediterráneos, al igual que existen nómadas de una patria utópica e imaginada, que se sienten de paso en la tierra que les vio nacer y los alberga. Tal vez sería más fácil si concibiéramos el mundo como un planeta de todos, donde recalas y nadie te interroga sobre tu origen, como aquellos pioneros que arribaron a las costas de una América de Norte exótica, ignota y acogedora.

Y si la historia nos ha enseñado que la contienda y la fuerza han determinado muchas veces la creación de reinos y estados, es preferible pensar que la opción madura y avanzada pasaría por preguntar a cada cual qué opina acerca de los límites del lugar donde reside. La democracia pasa por consultar y que los consultados y no consultados acepten el resultado del proceso. Lo que se impone no genera amor ni apego. Si el matrimonio dejó de ser indisoluble hace tiempo (al menos para quienes no siguen los postulados católicos), si somos el resultado de un contrato social, si la democracia es el poder de las personas que constituyen una determinada comunidad, ¿a qué esperamos? No debe temerse ningún resultado, pues probablemente unos y otros tengan su parte de razón. La manos del poder territorial han de estar siempre limpias y libres de fanatismos de uno u otro signo.