Asistí el otro día a la representación de “El Pimiento Verdi” en
los Teatros del Canal. Me gustó, disfruté con la función y me divertí al lado
de dos señoras neoyorquinas con quienes compartí la mesa. Sí, han leído bien,
la mesa, porque se trata de una representación con comida y bebida, pues la
acción transcurre en una taberna.
El texto se jalonaba con las alabanzas que, por parte de cada
grupo partidario de uno u otro compositor, se tornaban en insultos recíprocos,
para concluir la representación en un sabio maridaje de nibelungos y
rigolettos, uniendo las cumbres bávaras con el cielo de Parma, a Violetta con
Sigfrido. Con Boadella presente en el teatral figón, aguantando las puyas y
ocurrentes morcillas de sus actores-cantantes, recordé a ese Helmut Berger que,
en la piel de un Ludwig complejo, sensible y excelso, contagiaba a los
espectadores de su pasión por las melodías wagnerianas. En el caso de Albert,
sin embargo, se vislumbra Verdi y, aun así, opta en su obra por la fusión que
acabo de referir.
Hay ocasiones en las que no se puede decidir, pues elegir una sola
cosa equivale a mutilar nuestra capacidad de emocionarnos y esto, en
definitiva, es acortar la intensidad de la
propia vida. Por eso voy acumulando en los bolsillos minerales y flores, amaneceres y
ocasos, ríos y océanos, no porque sea contradictoria, sino porque el
pensamiento libre acaba desembocando en la miscelánea, al igual que el viento puede
mezclar los rombos y corazones de un castillo de naipes.
Amar la música de Wagner no me impide conmoverme con el coro de
esclavos de Nabucco y tampoco es incompatible con mi llanto en Auschwitz.
NOTA: La fotografía está tomada en Bucarest