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20 de octubre de 2010

Retoques


Una de las costumbres más extendidas es la de acicalarse. No existe cultura que se libre: desde que el mundo es mundo, con más o menos profusión según épocas, la gente utiliza pinturas, aceites, polvos y cuantos elementos pueda tener a su alcance para verse más favorecida, para contar con la aprobación de los demás e, incluso, para aparentar lo que no se es.
Creo que no se salva nadie, ni jipis, ni clérigos, ni mendigos, estén a favor o en contra del sistema, pues se me antoja que todos ellos utilizan sus ropas para mostrarle al mundo cierta imagen de sí mismos, normalmente la que más les complace a ellos..., o la que quieren vender.
Pero no sólo se adornan las personas, también hermoseamos a nuestras mascotas y los hay que maquillan cuentas, balances, noticias, encuestas... Parece que la realidad a secas no nos satisface y que necesitamos aún la apacible quietud de los cuentos de hadas. Lo malo es cuando alguno se erige en único contador de historias y trata de imponernos su paleta de colores.

¿Por qué?


Vengo observando, a tenor de la prensa, que muchas personas, tras su paso por hospitales y tratamientos psiquiátricos, acaban suicidándose o atacando a quienes conviven con ellas. ¿Acaso no sirven las terapias utilizadas? ¿Será que sus dolencias no tienen cura? Siempre me he resistido a ser pesimista y prefiero pensar que algún día la medicina dará en el centro de la diana también con los enfermos psíquicos. Ahora bien, ¿cuándo será eso?
Tengo una amiga que toma un cóctel de fármacos diarios para contener su extravío. Lleva  así desde los veintitrés años y ya es una mujer adulta. Me parece mucho tiempo para que su vida se reduzca a contar píldoras y caminar al paso que éstas le permiten. Ni ella ni los que sufren como ella han merecido tan bárbaro destino.

NOTA: Rebuscando entre papeles, he dado con un relato que escribí hace veinte años, más o menos. Empezaba  como transcribo a continuación:

“Laura se despertó con un ruido, como un pequeño golpe que lejanamente le avisara de algún evento. Tras dar la luz, tardó unos instantes en poder vislumbrar con claridad lo que había ante ella, ya que la miopía, unida al súbito despertar, desajustaba sus ojos y hacía que las imágenes aparecieran envueltas en un papel de celofán algo manoseado. A decir la verdad, cuando se incorporó y dirigió la vista al frente, no vio ninguna sangre ni fue consciente de lo que pasaba, pero una vez más su intuición le susurró que aquella Maite que ahora se presentaba en el dormitorio luciendo una hierática imagen, extraña y pálida como nunca la había visto antes y que no emitía sonido alguno, acababa de representar la función más importante de su vida, el acto por el que  -injustamente- sería recordada durante los años venideros.
Cuando al cabo de las horas y ya fuera de peligro, en la sala de urgencias de un hospital cercano a su domicilio, pudo empezar a analizar los acontecimientos, se preguntó una y otra vez de dónde demonios salió la cuchilla, porque en la casa de esas dos mujeres se usaban otros métodos para depilarse. Además, no vivía con ellas ningún hombre y, por otra parte, Maite estaba mucho mejor, según los médicos que una semana antes le habían dado de alta tras su breve paso por un sanatorio psiquiátrico, a causa de una crisis depresiva que le dio el tres de abril. Según los facultativos, ni había una causa objetiva ni un peligro real de suicidio y, sin embargo, aquella noche algo le alertó los sentidos, alterando así las previsiones médicas”.

7 de octubre de 2010

Episodios sicilianos IV: Clase de solfeo


Cada uno a lo suyo: las aves a cantar... con partitura

Vocaciones, predestinaciones y otras tendencias


Me he preguntado muchas veces por qué me dedico a lo que me dedico y no acierto a averiguar el motivo. Quienes me conocen opinan que no puede ser de otra forma, dado mi carácter y “concepción romántica” de la existencia (lo entrecomillo porque, cuando me lo dicen, no sé si se trata de un cumplido o de una ironía... y prefiero no preguntar). Recuerdo el hecho que me disipó cualquier duda sobre la elección de carrera universitaria: el asesinato a sangre fría de unos abogados madrileños. Este aciago acontecimiento fue la señal que inclinó la balanza a favor de querer zambullirme en el piélago de los derechos, las libertades, las normas y todo el sursum corda. Cuando perpetraron la matanza, avanzaba a zancadas la década de los setenta. Yo era una cría, pero se vislumbraba en mí mucho de lo que, como persona adulta, he sido luego. Ahora bien, profesionalmente podría haber sido cantante de orquesta o actriz cómica, cosas para las que siempre he tenido vocación, pero se ve que no estaba predestinada. Y hablando de destino, ¿tendrá algo que ver el que haya nacido bajo el signo de Libra (la balanza) y en un día consagrado a la patrona de los presos? ¿Saben lo que significa mi nombre de pila en germanía o argot lumpen? Pues consulten el diccionario.

29 de septiembre de 2010

Ceremonia de iniciación


Madrid, domingo 26 de septiembre.  Residentes del Colegio Mayor Mara buscando por la Puerta del Sol a quien, por un euro, atizara un tartazo (que no tortazo, ¿eh?) al bello rostro de alguna novata. Todas eran chicas y, por lo que vi, no estaban dispuestas a terminar el día sin su ración de dulce.

24 de septiembre de 2010

Episodios sicilianos (III): Hacer alarde

Me contaron hace mucho que en la Italia del Sur está bien visto secar la ropa a la calle, a la vista de todos, porque es sinónimo de limpieza. Vamos, que quien tienda la ropa de manera más discreta será sin duda tachado de marrano y abandonado. Todo aquel que se precie de ser limpio y relimpio sacará por ventanas y balcones, si es preciso ocupando parte de las ajenas, sus camisetas, manteles, almohadones y lo que se tercie, para constancia del hecho y admiración de todos. Reconozco que esto mismo, que valoro como costumbrista y pintoresco de Nápoles para abajo, no me hace tanta gracia cuando lo veo cerca, en mi ciudad concretamente. En este sentido, más de una vez me he regocijado pensando lo oportuno que sería la estampación de algún excremento pajaril en esas ropas tan groseramente exhibidas y tapando fachadas que, como las pobres no pueden hablar, aguantan lo que no está en los libros.
Tendederos aparte, lo de colgar artilugios de muros para afuera debe de ser consustancial al ser humano. En los edificios oficiales hay banderas y, dependiendo de que se trate de un inmueble estatal, autonómico o municipal, las enseñas pueden llegar a ser tres e incluso cuatro (si estamos en campaña europeísta). En el ámbito casero y ante determinados acontecimientos, a mucha gente le da por colocar cosas en sus rejas, barandillas o cristales. Pensemos en los mantones bordados del Corpus, en el distintivo de un equipo de fútbol cuando gana la liga (o la copa, o las dos cosas juntas), en las palmas del Domingo de Ramos e, incluso, en aquel "no a la guerra" que hace unos años se elevó como grito unánime en toda España.
Creo que la finalidad de todo esto es testimoniar una posición, compartir con un universo indefinido de personas aquello que sentimos o nos motiva y, por ende, dejar entrever cómo somos. Considero, además, que exhibimos aquello de lo que nos sentimos orgullosos, lo que no cuestionamos, como las limpias mammas italianas hacen con su ropa. Por eso, cuando vi los balcones de la foto en una plaza de Cefalú, pensé que, aun en el caso de que allí no hubiera un perro real, sería bienvenido.

23 de septiembre de 2010

Familias, sucesos y Arthur Miller

En algunas ocasiones, la tranquilidad familiar se asienta sobre un pacto de silencio. A medida que transcurre el tiempo, dicho acuerdo va moldeando los hechos y los acomoda a unas a las circunstancias que deberían haber sido y sin embargo no fueron, con lo cual termina modificándose la propia historia de esa familia. Todo esto suele ocurrir casi siempre en relación con sucesos graves o lo suficientemente fuertes como para preferir otra lectura, otro desenlace, otro rumbo.
Hay quienes opinan que en todas las familias conviven tabúes, mitos y verdades a medias. A lo mejor, hasta es sano que sea de esa forma y que no todos tengamos derecho a hurgar sin medida los cajones del alma de nuestros mayores. A lo peor, si supiéramos la verdad auténtica podríamos detestar haber nacido con los genes que portamos... Es más, al final, ¿cuál es esa verdadera realidad? Si hacemos caso de Valle-Inclán y damos por sentado que las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos, nadie rememora exactamente lo mismo que otra persona respecto a idénticos acontecimientos (hagan la prueba). Es decir, desde su origen, las verdades ya son relativas, pues las pasamos por el tamiz de nuestra subjetividad, cuando no de nuestra ensoñación.
En la obra “Todos eran mis hijos”, de Arthur Miller, la armonía familiar pasa por un estado de cosas fabricado a la propia medida de una madre y un padre al uso. Pero se trata de una paz inestable, acosada desde diversos frentes y en un tris continuo de desequilibrarse. Cuando llega la catarsis, quienes eran felices dejan de serlo; quienes no lo eran, permanecen tristes. Nadie gana nada y todos han perdido algo. ¿Mereció la pena? Siguiendo con el teatro, esta vez de Calderón, “en la vida, nada es verdad y nada es mentira”, exactamente igual que la fotografía que he colocado, pues aparece un bingo denominado Alcalá, cuando se trata de un local de Catania.

Otoño.....


... Tiempo de celebraciones. ¡Salud!

17 de septiembre de 2010

Don de lenguas

Escucho en la radio la honda preocupación del ministro de Educación por el escaso nivel que, en el conocimiento de idiomas, poseemos los españoles. Parece que este déficit obedece principalmente a las políticas educativas, que han arrojado a generaciones enteras al grotesco chapurreo, cuando no al limbo de la mudez. Sobre todo, la inquietud ministerial se centra en el inglés, que se ha ganado (por dejación de otras, todo hay que decirlo) el título de lengua vehicular, como en su momento fue el latín o aspiró a serlo el esperanto. Nada que objetar al Sr. Gabilondo. Comparto sus tribulaciones. A mí también me gustaría que todos salieran de la Secundaria hablando y escribiendo dos idiomas foráneos y que, como en tantos países, al menos uno de ellos con igual destreza que la lengua materna. Ojalá se consiga y podamos desterrar al olvido la ingente cantidad de chistes en los que nuestra infinita ignorancia o tosca pronunciación arrancan las carcajadas de media humanidad.

Pero también me preocupa lo mal que se habla, en general, el castellano, que es la lengua en la que yo me expreso diariamente. Estoy alarmada por el deterioro que sufre y a veces pienso que la estamos perdiendo por completo. Sólo se me aleja la zozobra cuando escucho hablar a personas latinoamericanas, cuya precisión en el uso de las palabras, sea cual sea su formación y edad, supera con mucho a la de la mayoría de mis compatriotas. Sin ir más lejos y a propósito de los mineros que permanecen soterrados en Chile, a la espera de que los rescaten, escuché a una jovencita de no más de quince años expresar a cámara lo que sentía por tener a su padre atrapado allí abajo. La claridad con que habló, la exactitud de sus giros y la corrección sintáctica me hizo desear en ese momento que la entrevista se alargara más allá de los cuarenta o sesenta segundos que debió de durar aquello. Esto no suele ocurrirme cuando escucho a muchos españoles (incluso periodistas) emitir frases sin artículos, olvidar cómo se pronuncian debidamente las sílabas ge y gi, aspirar la hache en palabras que en castellano han llevado siempre hache muda o, finalmente, empeñarse en que toda uve doble es hija de la fonética anglosajona. Son sólo cuatro ejemplos, pero podría poner muchos más. Y lo peor de todo es que hace años, en el colegio, a algunos les bajaban nota por expresarse de forma tan desastrosa.







9 de septiembre de 2010

Foto de foto o el cazador cazado


Poca gente conozco a la que no le guste fotografiarse. En general y fotogenia aparte, a veces rezongando, atusándonos el pelo u ordenando los botones de la ropa, el caso es que las personas solemos acceder a que nos inmortalicen. Cualquier evento o paraje son propicios y servirán de excusa para que alguien, cámara en ristre, deje testimonio de ese instante..., como los japoneses de arriba.

Con el auge de lo digital, además, hemos multiplicado por ene las fotos que hacemos y nos hacen: que el niño ha llegado el décimo en una carrera colegial, foto al canto; que la abuela ha cambiado de peinado, fogonazo de flash y, así, lo que ustedes quieran. Al fin y al cabo, desde que en el siglo XX se acuñara el eslogan de “una imagen vale más que mil palabras”, casi todos hemos sucumbido con gusto a esa magia.

Cuando pasa tiempo y revisamos imágenes, repasamos también nuestra vida y, aparte de celebrar o rememorar el acontecimiento que se plasma en las fotos, a menudo nos preguntamos qué habrá pasado con tal o cual persona, dónde habrá ido el traje que llevábamos puesto, quién ocupará la casa que ya no es nuestra o cómo habrá quedado el incipiente paseo marítimo. A mí también me gusta especular con la posibilidad de que sólo haya un ejemplar de la instantánea que contemplo y, si se pierde o se elimina, pueda desvanecerse para siempre un trozo de mis recuerdos. Son minutos excitantes en que yo, humilde mortal, acabo poseyendo la facultad de arrojar a un agujero negro cualquier recuerdo aciago.

Volviendo a los japoneses, el chico tal vez atrapó y congeló para siempre una gota de encanto, diversión y asueto, esto es, la imagen de su acompañante en ese preciso momento. Pero a mí lo que me ha salido es la inmensa de felicidad que les traspasaba a ambos.