No sé si son ustedes nostálgicos y ni siquiera sé si hoy es tiempo de andar con nostalgias, dada la vertiginosa velocidad con que cambia el mundo de un día para otro. Puedo imaginarme a un maestro, una doctora, varios estudiantes o al lechero de cualquier localidad realizando sus rutinas en una mañana fresca de finales de invierno y adentrarse en la primavera siete u ocho días después con la casa derruida, la escuela hecha añicos, su café favorito entre escombros o en la más absoluta soledad por haber perdido a quien lo cuidaba. Me pregunto si esas personas, sabedoras de que son el rompeolas donde azotan las aguas del mal en estado puro, añoran su vida de antes o solo pueden ir sorteando los desperfectos que las bombas, los disparos, los cortes de suministro y docenas de fechorías más van intoxicando sus entrañas a medida que el paisaje cambia y la vida se vuelve para ellas un páramo cuyo horizonte está muy lejos. Tal vez solo les queda vivir al día sin poder plantearse siquiera un ápice de morriña por sus animales, sus fotos, sus trofeos, esos recuerdos que, aunque habiten en algún lóbulo de nuestro cerebro, acaban yéndose cuando el corazón sangra de dolor.
La última vez que sentí nostalgia fue en el invierno de 1969, echando en falta la familia que éramos pocos meses antes. Recuerdo que a través de mis gafas infantiles buscaba espacios seguros, imágenes afines al tiempo que fue y ya no volvería. Me empeñaba en tararear las felices canciones del verano y en conjurar la tristeza, esa invisible tristeza de los niños, dedicándome con ahínco a las cosas que me hacían sentir mejor, que me permitían conectar con mi mundo. Creo que ahí nació mi fascinación consciente por el cosmos. Desde entonces no he vuelto a tener nostalgia de nada y por eso me imagino que quienes sufren por algo que no han decidido ellos, como son las víctimas de una guerra, de cualquier guerra, en algún momento se deshacen de ese estado de soledad que es la añoranza, para poder tirar hacia adelante, pase lo que pase.
Sin embargo, lo que sí experimento a menudo es la alegría contenida por un aroma, una melodía o un objeto remoto que aparece cuando menos lo esperas.
— Eso es mi magdalena, señora mía — me dice un Marcel Proust que emerge de debajo de la mesa, donde permanece en huelga de hambre desde que Putin invadió Ucrania.
— ¿Qué hace usted espiando lo que escribo?
— Los creadores no espiamos, Quintana; los creadores nos nutrimos de cuanto se extiende a nuestro alrededor para imaginar eso que usted llama “mundos paralelos”.
— No me negará que usted y sus colegas viven en un mundo paralelo al mío…
— ¡Calle, señora, por el amor de Dios! ¿Acaso piensa usted que está tocada de la gracia divina de habitar donde quiera? Su mundo es el mismo que el mío, poblado de sentimientos e ideas, donde los unos embisten a las otras y ganan y pierden alternativamente.
Como usa un tono alterado, enfadado, cambio de tercio y le pregunto cómo lleva la huelga de hambre…
— Haciendo honor a mi quinto nombre, podemos decir que la llevo marcialmente, sin aspavientos. Y no será porque sus amigos del siglo XVIII, la mayoría compatriotas míos, me tocan las narices de vez en cuando asando manjares y cociendo bizcochos…
Hablar con Proust es siempre un ejercicio de esgrima en el que él quiere ganar a toda costa. Desde que llegó a mi casa, el negociado de matemáticos anda engatusándolo para llevarlo a su terreno, tratando de aliviar un poco su mal genio. Ayer, sin ir más lejos, le prepararon una conferencia ilustrativa para demostrarle que las magdalenas por él añoradas (y tan frecuentes hoy como metáfora) beben de la mismas leyes que configuran los poliedros flexibles. Tendrían que haber visto a Raoul Bricard sacando de la nada sus octaedros y mostrando cómo algunas de sus caras se cortan entre sí, lo que permite que sean figuras articuladas formadas solo por aristas, que no se deforman, siendo este el principio que une sus poliedros con las esponjosas magdalenas que se mojan en café con leche.
Esto me lleva a otra noticia de impacto, como es que en la Bienal de Venecia de este año presentará sus obras la primera artista humanoide. Se llama Ai-Da y compone poemas, realiza pinturas, esculturas, concede entrevistas y, además, se inspira en los más altos referentes culturales. Su propio nombre es un homenaje a Ada Lovelace, una matemática considerada la primera programadora de ordenadores, única hija legítima de Lord Byron.
— Byron no está hoy; se ha enamorado de una camarera que conoció el día del baile en la calle con la señora Carrà — me avisa Kavafis —. ¡¡Pero a mí me interesa saber qué tipo de poesía hace ese artefacto!! Iré a Venecia, iremos todos allá y nos sentaremos a su alrededor — masculla entornando los ojos, como si quisiera ahogar su entusiasmo.
Le explico a él que en unas declaraciones a la prensa, Ai-Da afirmó no tener sentimientos, pero reconoció la paradoja de que sean estos los que impulsan su arte, aunque sean los sentimientos ajenos.
Diderot y los suyos escriben sin cesar para su Nueva Enciclopedia y se apuntan a ese viaje a la Bienal. La existencia de la androide les plantea importantes interrogantes filosóficos, como qué caracteriza la creatividad y el lenguaje humano, o si puede un robot crear arte por sí mismo.
Reconozco que mi casa, esta primavera, está muy animada, sobre todo porque no paran de suceder cosas que pueden cambiar las leyes humanas y hasta las naturales. Así, por ejemplo, se acaba de descubrir una bacteria que puede observarse a simple vista y que ha sido identificada en el Caribe por un equipo internacional de investigadores. Se trata de una auténtica superbacteria de casi un centímetro de longitud, lo que contradice la definición clásica de los microbios, cuando nos decían que solo eran visibles al microscopio. La han bautizado con el nombre de “Thiomargarita magnifica” y su hallazgo, para mí, demuestra que nada hay más inseguro que esa seguridad científica a la que recurren algunos cuando carecen de argumentos sólidos para fundamentar por qué se cierra un hospital homeopático o por qué desaparece la filosofía en la enseñanza secundaria. El mundo nunca fue cartesiano, por más que se empeñara Descartes, y ni siquiera el alma está separada del cuerpo. Ciencias y letras van de la mano, como siempre demostraron los verdaderos sabios, desde el mundo clásico hasta la Ilustración, pasando por el Renacimiento.
Esta idea global y holística de las cosas entronca, en cierta forma, con el pampsiquismo, una teoría que sostiene que la conciencia no es exclusiva de los seres humanos, pues impregna todo el universo y es un rasgo fundamental de la realidad. En esta corriente se zambulleron Platón, Aristóteles, Giordano Bruno, Spinoza o Leibniz, por citar solo unos cuantos.
Según el pampsiquismo, la conciencia está en todo el universo y es una característica fundamental del mismo. Pero eso no significa que todo sea ‘consciente', sino que los elementos de construcción esenciales del universo, como pueden ser los quarks y los electrones, tienen formas de experiencia. No es que un plato o un armario sean conscientes, sino que las diminutas partículas elementales de las que están hechos tienen algún tipo de experiencia aunque sea rudimentaria.
Por eso, en un mundo en que los androides pueden ser artistas y un algoritmo danés ya traduce el significado de los gruñidos de los cerdos, es fácil entender que mis electrones experimenten la misma desolación, repulsa y rechazo que las partículas que conforman una antena de radio en Kiev.
En 1205, un joven llamado Giovanni di Pietro Bernardone desertaba del ejército al no querer combatir contra las tropas germanas. Camino de la Puglia para luchar en nombre del Papa, desertó cuando oyó un eco que le empujaba a regresar a su ciudad natal, Asís.
Con el deseo de que muchas personas escuchen ese eco y cese la guerra a la que son enviadas, mis pensamientos están con quienes sufren los desmanes de unos conflictos que no han ocasionado ellos, estén en un bando u otro.
NOTAS:
- Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 6 de abril de 2022 y correspondiente a este mismo mes.
- Fotografía ©️Amparo Quintana. Sdei Trumot, Beit She'an (Israel), 11 de agosto de 2019.
- Música para acompañar: “Ill follow him”, de Marcel Pourcell y Paul Mauriat. Arreglos: Pedro Vilarroig. Interpretada por la orquesta y coro de “Voces para la Paz”, dirigidos por Félix Redondo.