La mayoría de ustedes conocen mi gusto por la ciencia ficción y las narraciones distópicas, que muchas veces vienen a ser lo mismo o equivalente.
Si echo la mirada atrás, creo que la primera película del género que vi fue “Viaje alucinante”, de la mano de mi abuela Amparo, una mujer con la que recorrí todos y cada uno de los cines del barrio de Salamanca en aquella España de los sesenta, donde a las entradas se les aplicaba un precio político como al café, el azúcar o el aceite y las taquilleras tenían un público adepto al que trataban siempre de complacer con localidades adecuadas a las necesidades de cada cual.
Cuando vivimos en la infancia, nos identificamos con personajes y a veces estos nos abducen. Jugamos a ser ellos, a hablar como ellos, a comportarnos como ellos. A mí me abdujeron dos: la doctora Zira de ese planeta maravilloso que me llevó a la relatividad del tiempo y el espacio, gracias al accidente aeroespacial del coronel Taylor, y el señor Spock de aquella confederación intergaláctica que me sumergió en la física cuántica para siempre.
Ahora, en estos tiempos de estado de alarma con limitación de derechos y libertades, he regresado a los siete u ocho años para mirar el mundo a través de los ojos de una primate y de un mestizo de Vulcano, pues de repente el futuro ha aparecido en nuestras vidas vestido de distopía.
Parto de la base de que siempre, desde que el mundo es mundo, quien te impone o te niega algo te dirá que es por tu bien y créanme si les digo que entiendo las razones sanitarias que nos impiden acercarnos a nuestros semejantes a menos de un metro y que nos instan a lavarnos las manos, pero lo que no entiendo es por qué se nos habla de una pandemia en términos de guerra, por qué esos militares que aparecen en las televisiones y radios cada día nos tratan como si fuéramos soldados y por qué los representantes del Ministerio del Interior ponen tanto énfasis en las sanciones y detenciones que han llevado a cabo con quienes se saltan el confinamiento. Desde tiempos de Franco creo que no salía tanto militar en temas que son civiles, revestidos de uniformes y condecoraciones. Tampoco, desde que murió el de Ferrol, los políticos de izquierda han hablado tanto de patria, compatriotas y espíritu patrio, como si nuestra obligación fuera acudir a las trincheras bayoneta en ristre para combatir un virus que solo la ciencia y la investigación, con dotación suficiente medios, pueden dominar.
Esta actitud guerrera ha derivado en insultos y delaciones vecinales acerca de quien juega a la pelota en su jardín o pasea a su perro cantando y saltando. Las personas que padecen alguna dolencia del espectro autista se ven obligadas a salir a la calle con un pañuelo azul para que no las increpen y mucha gente está desarrollando un trastorno obsesivo compulsivo que le impide sonreír cuando al frutero se le cae una naranja al suelo.
Y esta impronta bélica la percibo también en una recientísima sentencia de un juzgado de lo social de Madrid, donde el magistrado deniega la pretensión de un sindicato policial contra el Gobierno, pidiendo equipos de protección sanitaria, tachando a los demandantes (literalmente) de “quintacolumnistas” y apelando también al deber patriótico de no desalentar ni ir a la contra, es decir, parece que ahora es más patriota quien traga con todo y no cuestiona. ¿Qué necesidad hay en impregnar de vocablos ideológicos y ofensivos para una de las partes lo que, por esencia, debe ser imparcial?
Siguiendo con esta danza y para acabar con lo que desde arriba tachan de bulos y noticias falsas, se despliega un ejército de acólitos por todas las redes sociales con el objetivo de desprestigiar a periodistas y divulgadores por el hecho de salirse del guión de la Moncloa. También se llama al papa Francisco para que inste a los obispos a cerrar la cadena COPE el mismo día que se reparten quince millones de euros del erario entre medios afines.
“La civilización no suprimió la barbarie, sino que la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”, me indica un Voltaire que se ha saltado el confinamiento y ha tenido la insensata idea de viajar por Europa en estos tiempos. En realidad lleva en mi casa cuatro o cinco días, cocinando su comida porque mis gustos culinarios no son los suyos y contándome cómo el conde de Aranda le hizo más llevadero su exilio en Ferney gracias a los vinos que le mandaba desde España (creo que es una indirecta porque no encuentra bebidas alcohólicas en mi casa). Mientras echa pimienta de Jamaica y laurel de Aviñón a las perdices que rehoga pacientemente antes de cubrirlas con un caldo dorado que no sé de dónde ha salido, me advierte de que, aunque me cayera pena de destierro y todas las críticas del mundo, tengo que hacer, que decir, que moverme, pues los humanos solo somos culpables de todo lo bueno que no hacemos, por lo que pecamos siempre más por omisión que por acción.
Compungida y pensando en sus palabras, me alejo de esos fogones tan ilustrados y vuelo hasta un hospital cualquiera donde se está apagando el aliento de un anciano que con los ojos cerrados me transmite el deseo de despedirse de sus hijos y veo en la pared el reflejo de esos hijos que, encerrados en su casa, lloran de impotencia ante lo que es inminente. El paciente se parece al coronel Taylor y, como conozco las aventuras de aquellos simios parlantes, sé que Zira confía en el humano y tratará de hacer justicia.
Hoy la justicia se llama clemencia en un mundo que orilla a los mayores, que habla de viabilidad a la hora de distribuir los recursos sanitarios, que amortiza sus vidas en aras de imaginarios beneficios sociales para los jóvenes. Un mundo que juega a la ruleta rusa con ellos porque al parecer la vida vale más o menos según las canas que peines o las arrugas que exhibas. Y Spock, con su lógica habitual y desde lo más profundo de mi cerebro, alza la voz para recordarme que, esquilmada la generación de nonagenarios y octogenarios, los mayores sobrantes serían los de setenta y sesenta años y así hasta llegar progresivamente a los treinta o veinte, porque el teatro del absurdo no tiene fin.
Parafraseando a un Aute que acaba de dejar este planeta y que alertaba sobre los peligros del pensamiento único, solo me falta subrayar que hay demasiados profetas que son profesionales de la libertad, es decir, nos la cercenan a base de espejismos. Piensen por ustedes mismos.
NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de abril de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí
Fotografía ©️Amparo Quintana. Salerno (Italia), 8 de agosto de 2018. La frase del muro viene a decir lo siguiente: "No se trata de conservar el pasado, sino de realizar su esperanza". Se le atribuye a Theodor W. Adorno.