Cerré os ojos y me vi atravesando una urbanización. Amplias
avenidas parecidas al lugar donde viví durante muchos años. Los árboles de las
aceras se inclinaban saludándome y mi perro caminaba al lado, cuidando de que
no me extraviara. Ante mí se abría un camino ignoto y, aunque desconocía el
tiempo que me llevaría concluirlo, tenía la impresión de que disponía de eras
estelares completas… Nada me importaba más que caminar y caminar, hacer camino
a medida que avanzaba paso tras paso, sin mirar atrás. Hatillo al hombro, iba
tirando todo aquello que me pesaba y los cascabeles que adornaban mi cuello
sonaban alegremente, fundiéndose su sonido con el de la brisa matutina.
No era consciente de abandonar nada, sino de seguir mi instinto. Carpe diem resonaba en mi corazón y le
ordenaba al cerebro que se adecuara a esa orden, abandonando el canon cartesiano que siempre, en el fondo, me ha sido tan hostil. Zas, zas, zas, un
pie adelante y luego el otro, confiando en el aire y en mi instinto,
percibiendo con asombro pueril las tonalidades de la luz solar, los juegos de
mi sombra en el asfalto, los ruiditos guturales de mi hermano canino…
En un salto cuántico llegué a Monte Sant’Angelo, concretamente al
lugar donde habitan varios ermitaños. En este sitio se concitan personas de
todas las creencias y así lo atestiguan los símbolos que jalonan muros y
esquinas. Lo considero un punto energético a caballo entre el monte y el mar,
crisol de incienso y aromas salados del Adriático, donde es posible sentir la
intención pacífica de vocablos pronunciados en recónditos idiomas y dialectos. Sentí
que estaba llegando a mi casa, no en sentido material, sino como una morada
interna que me fortalecía a través de la inocencia y la sencillez. Noté de
pronto que mi niña interior se hacía carne bailando danzas primitivas, nacidas
de las entrañas de la tierra. Salió un eremita y, al verme, dejó que mis brazos
y piernas danzaran girando como un derviche frente a la playa de Manfredonia.
¿Era un loco o un sabio quien me abducía? Hay que estar muy cuerdo
para saber que todo llega a tiempo, unas veces a pie y otras en Vespa, y que
nada nos perjudica más que nuestros propios pensamientos cuando estos se oxidan
y corrompen.
Tras este viaje, continué con los ojos y los oídos abiertos, con
el olfato agudo de mi hermano perro, con el tacto sensible de unos labios
enamorados, con el gusto afinado de quien se deleita con aquello que no puede
comer. Y érase que se era y que fue una semana en la que me encontré con dos
locos más provenientes de la región de Puglia, allí donde se emplaza Monte
Sant’Angelo, uno en la calle del Prado y otra en el patio de una red social.
Como sé que no hay casualidad sino sincronicidad, el hatillo que vacié mientras
emprendía mi viaje está ahora lleno de todo, porque el arcano sin número no
cuenta ni pesa ni mide.
NOTA sobre la fotografía: Vietri Sul Mare, 20-8-2015