Nos hemos infantilizado tanto que caminamos por la vida creyendo
que nada de cuanto hagamos, digamos o callemos va a tener repercusión en
quienes nos rodean. Nos asiste una suerte de estado de gracia, que nos hemos
otorgado a nosotros mismos, según el cual la culpa es siempre de los demás.
Refranes como “no hay palabra mal dicha, sino mal interpretada”, abonarían esta
idea de irresponsabilidad absoluta y no digamos novísimas teorías como la de
asumir que son las expectativas que cada cual pone en las cosas las que
desembocan en la decepción, ofensa o humillación. En este sentido, yo podría
emplear continuamente el sarcasmo con alguien y, si se le sienta mal, que se
aguante porque soy así y seguramente es ese alguien quien tiene el problema de
no aceptarme tal cual. Estén ustedes tranquilos, porque todavía no he perdido
el norte y acostumbro a comportarme con las personas como a mí me gustaría que
me trataran.
Estoy de acuerdo con que nuestros pensamientos conforman un
universo que muchas veces no coincide con la realidad de quienes nos rodean,
pero esto no puede servirnos de pauta para establecer y mantener relaciones
personales del tipo que sea, incluido el amoroso. Hay reacciones capaces de
echar por tierra las experiencias mejores y más positivas, ensombreciendo el ánimo
de una persona.
Somos causantes de muchas tristezas a fuerza de empeñarnos en
cumplir nuestros caprichos y lo malo de esto es que, cumplido el antojo, casi
nunca nos damos por satisfechos. No recuerdo cuándo se puso de moda el egoísmo y
se abandonó la costumbre de pensar en los demás. Juguemos limpio, pues no
siempre la suciedad se encuentra en la mente ni en la mirada de los demás.
NOTA sobre la fotografía: Estación de servicio en Foggia (autostrada
A14), 26-8-2015