Asistí a la representación, en un teatro de Madrid, de la obra “La
mirada del otro”, basada en el trabajo que llevó a cabo un equipo de mediación
con el objeto de facilitar el diálogo entre algunas víctimas del terrorismo
vasco y algunos pistoleros disidentes. Ya iba siendo hora de que se tocara el
tema con pulcritud, sin panfletos ni frases políticas y que, además, los
protagonistas sean dos personas unidas por la misma tierra, que buscan en sus
respectivas miradas la clave para pasar página sin tener por ello que olvidar. El
2 de octubre de 2011, y en este mismo blog, me hice eco de dichos encuentros
mediados, rompiendo una lanza a favor de los mismos. Si alguien quiere echar un
vistazo a lo que escribí entonces, puede pinchar aquí
Lo que más me gustó de la obra fue lo bien que se recoge el
vértigo que casi siempre nos atenaza cuando sabemos que tenemos pendiente una
conversación y que debemos realizarla, no porque sea necesaria en sí misma,
sino por nuestro propio compromiso interno. Dialogar es darle al interlocutor
la oportunidad de mirarnos y de que, a través de sus ojos, se sumerja en las
profundidades de nuestro discurso, encontrando así su verdadero sentido. En
esta época de guasapeo, mail y videoconferencias, no es casualidad que la gente
se decante por “hablar” a través de métodos electrónicos, parapetada tras un escudo
que proteja su mirada de la observación del otro.
Me pregunto si hubiera sido posible efectuar con éxito la
mediación que da origen a la referida obra de teatro si, en lugar de
encontrarse frente a frente, los protagonistas se hubieran escrito o llamado
por teléfono. Mi respuesta es un no rotundo, de la misma manera que nos
enamoramos de alguien a través de sus ojos, pues su mirada nos devuelve siempre
lo que percibe de nosotros, más allá de las palabras, más allá de los
silencios, mucho más allá de los prejuicios… Mirarnos para comprendernos, para
conocer lo que encerramos tanto que ni siquiera somos capaces de verbalizar.
Ese es el fin del diálogo, conversar sin boca, pues las palabras no alcanzan
las ramas donde anidan los sentimientos y, además, a fuerza de nombrar las
cosas con vocablos ajenos, casi nunca acertamos.
La mirada del otro, cuando es franca, reflejará siempre la tuya.