Esta
mañana he sabido que el toro Ratón se ha muerto. Para quienes no estuvieran
familiarizados con el astado, les diré que se trataba de un animal famoso por
su fiereza y bravura en festejos, saraos y celebraciones patrias. Los
ayuntamientos y pedanías se peleaban por contar con Ratón entre sus atracciones
porque, pásmense, tenía en su haber un buen número de heridos y algunos fallecidos.
Es decir, el caché del animalito subía a la misma velocidad que la adrenalina
de cuantos mozos y mozas salían a gritar, empujar, dar patadas o saltar por
encima del morlaco. Bien es sabido que hay quienes no se divierten si no es
demostrando a la comunidad su osadía y arrojo, resto sin duda atávico de cuando
nos esperaban fieras espantosas a la salida de nuestra cueva y teníamos que
darles muerte para alimentarnos o simplemente seguir vivos. Ahora bien,
entonces nos cubríamos con pieles y ahora lo hacemos con pantalones y camisetas
de marca.
Mientras
escuchaba la noticia, he pensado en el toro y el nivel de estrés que habrá
acumulado a lo largo de sus correrías por plazas, pueblos y aldeas. ¿Merece la
pena hacer sufrir así a un ser vivo? ¿Hasta cuándo seguiremos los españoles
festejando cualquier cosa con el sacrificio de un animal? Aunque el regodeo y
el espectáculo de mis compatriotas no haya sido la causa directa del
fallecimiento del bovino, no puedo por menos que empatizar con él y sentir por
unos instantes cómo sería mi vida si me obligaran a embestir continuamente,
salir corriendo tras las piernas y brazos de gente que vocifera y me pega, huir
de cigarros encendidos que me acercan a la piel, aguantar cubos o manguerazos
de agua fría, resbalarme por calles pegajosas y malolientes, soportar alguna
que otra vomitona a escasos metros de mí
y, además, sobrellevar como pueda el apelativo de “asesino”.
Si esto es acervo popular, yo elijo otro camino.