La cara amable
del invierno es esa luz que profana el aire dulce y soñoliento del salón de mi
casa. Las paredes se tornasolan y el verde ya no es tal, sino la esencia
ambarina del optimismo que me sacude, como el big bang agitó aquella vez, y
para siempre, la calma del silencio y la espera.
Algo eclosiona
en mí siempre en enero, recordándome que se desvanecen las legañas del
trimestre más oscuro. Por si fuera poco, caminando por las calles de Lorca, la semana pasada fui a darme de bruces con un
naranjo que exhibía, humilde y digno, los frutos que el letargo incubó en sus
ramas.
Los días son
más largos. Hay más horas que vivir.