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16 de julio de 2010

La vida a capas



Leo en la prensa que los trabajadores que llevan a cabo las faenas de reconstrucción de la llamada “zona cero”, en Nueva York, han encontrado los restos de un navío del siglo XVIII. No es la primera vez que unos operarios se topan, al excavar, tunelar o picar, con vestigios de otras épocas, lo que me lleva a preguntarme dónde estarán nuestras casas de hoy dentro, por ejemplo, de quinientos años. ¿Encontrarán restos de sus cimientos? ¿Aparecerá la pata de una silla o la batería de un teléfono? ¿Tendrá interés para las generaciones de entonces, como actualmente lo tiene para nosotros visitar Pompeya o Atapuerca? ¿Qué interpretación le darán a todo lo que encuentren? A este respecto, los ingenieros de Manhattan opinan que el barco de marras sirvió como relleno en las obras de ampliación de la isla. La explicación que dan entra dentro de nuestra lógica: el metro cuadrado de terreno valía muchísimo en aquella época y las autoridades intentaban por todos los medios robarle espacio al mar. Justificación lógica, ya digo, pero a la luz del siglo XXI, porque vaya usted a saber cuál fue la realidad y por qué está ese buque en el centro de la urbe.

Cuando estudiaba geología, me llamaban la atención los estratos que conformar muchas partes de la corteza terrestre. Me imaginaba a una gran mano cocinera extendiendo capas y capas de ingredientes hasta formar una montaña o un acantilado como si fuera un apetitoso pastel. Cuando paseo por mi ciudad, abierta como una granada, y contemplo los restos de un enclave árabe a dos o tres metros bajo cota, pienso que no hacemos sino emular a las cebollas: piel sobre piel.