Sé de parejas que se sumergen en los preparativos de su boda con muchos meses de antelación. Ya no es solo la casa, sino el traje (de la novia, por supuesto), el menú, la fiesta, los invitados, el viaje y cien cosas más. Me han hablado de iglesias que tienen todas las fechas reservadas hasta dentro de tres años, aunque siempre he pensado que esto es porque casi todo el mundo quiere casarse en los mismos días y a las mismas horas. Supongo que si alguien quisiera dar el paso canónico un lunes lectivo, por ejemplo, a las once de la mañana, no habría problema.
Entiendo que es un día importante, para compartir con los allegados, disfrutarlo como si el mundo se hubiese detenido y sólo importaran quienes sellan su compromiso ante las miradas de familiares y amigos. Comprendo que el casorio convierte a estas personas en protagonistas de una película cuyo guión han elaborado ellas mismas, en el difícil intento de que un acto social tan extendido desde siglos remotos, lleve sin embargo algún sello personal.
Pero he aquí que, a veces, el marchamo de autor no lo imprimen quienes se casan, sino hechos externos, casi siempre inesperados y, por lo tanto, extraordinarios. Me imagino que la pareja de la fotografía supo apreciar el alfombrado que "le regaló” MoviStar tan venturoso día y, por eso, se retrataron gustosos, ajenos a las riadas de gente que caminaban por esa Gran Vía azul de la que ya he hablado en este mismo blog. Yo les robé la instantánea de lejos, mientras posaban ante su fotógrafa. Viendo la imagen, quiero apostar por su felicidad, pues me sugiere que son capaces de amoldarse bien a las circunstancias y de saber aprovechar las buenas ocasiones.