Hace algo más de un año, leí en la prensa que un monje tibetano, tras años y años de orar en la misma posición, había dejado las huellas de sus pies impresas en el suelo. Se decía que rezaba unas mil veces diarias y que, siendo más joven, lo hacía hasta tres mil. Me imagino que el cálculo es aproximado, pero desde luego hace honor a la constancia del religioso y a la fe que tiene en cuanto hace.
No sé si en el monasterio dejarán esas huellas para siempre, como una especie de reliquia. Pero lo que está claro es que, aparte de la madera, nuestro monje habrá dejado su impronta en los corazones de cuantos hayan compartido su vida de retiro y oración. Y quizá sea esa la huella más importante e indeleble: el recuerdo que de cada cual puedan tener los otros y el influjo que podamos ejercer en los más próximos. Por eso es importante concentrarse en cuanto hacemos, como este budista, que no ha dejado al azar ni la posición de sus dedos.