Podemos disfrutar en estos momentos de una maravillosa exposición sobre Monet y sus concomitancias o influencia respecto de algunos artistas abstractos. En un día concurrido, como puede ser un domingo, la mayoría de la gente se agolpa para ver, comentar y comparar la variedad de cuadros que plasman a golpe de pincelada diversos elementos acuosos y multitud de nenúfares.
Recuerdo que, cuando era una niña, los nenúfares me parecían flores mágicas, que no guardaban relación con ninguna otra. No me planteaba buscarlos en las tiendas, porque les atribuía una naturaleza extra comercio, merecedora de agasajar a las hadas, pero imposible de marcarles un precio. Cuando veía alguno, en estanques o fuentes, tampoco se me ocurría cortarlos, porque no ansiaba poseerlos. Me bastaba con recordarlos luego, a solas, y dibujarlos. Suponían para mí casi una manifestación de lo sagrado y, por lo tanto, forzosamente tenían que ser inaccesibles.
Al acudir a la exposición de la que hablo y observarme yo misma "desde fuera", me he dado cuenta de que conservo intacta la actitud reverencial hacia esas flores. Las contemplo a través de los trazos y el gusto del pintor, mas vislumbro sin verlos aquellos nenúfares de mi infancia y siento en el estómago la misma punzada que experimentamos ante lo sobrenatural o lo fantástico. Y como algunas manos fervorosas agarran rosarios y cruces para asirse a la vida eterna, yo me acerco a las ninfas robando con los ojos el color sobre lienzo de esos lirios de agua.
De paso, creo haber entendido la esencia abstracta de tales cuadros: no son trazos, ni reflejos, ni juegos de sombras... Es el gozo de mirar lo que resulta efímero y perecedero, para colmarnos las entrañas con el aroma de lo eterno.