Sabemos que la memoria es una función del cerebro que nos permite codificar, almacenar y recuperar la información del pasado. Me atrevo a decir que todos los seres vivos poseen memoria, incluyendo aquellos que se manifiestan en forma mineral. Como no quiero soliviantar a la comunidad científica, me veo nuevamente obligada a aclarar que suelo expresarme con licencias poéticas y que para mí el agua, el mercurio o una roca palpitan igual que lo hace mi corazón. Por eso ansío que llegue el día de la total reconciliación entre los elementos y seamos capaces de darnos cuenta de que todo forma parte de ese todo absoluto y, por ende, nada está fuera de él.
Masaru Emoto fue un intelectual japonés que pasó su vida difundiendo que el pensamiento humano, las palabras y la música influyen sobre el agua, así como las etiquetas en los envases que la contienen. Son famosos sus documentales en que podemos apreciar que, dependiendo de las influencias a que son sometidos vasos, tarros o botellas con agua, esta cristaliza, cuando se la congela, de una forma u otra. Emoto también ha soliviantado a no pocos cartesianos, como si estos tuvieran la fórmula de la certeza, empeñados en separar el cuerpo del espíritu y ser aún antropocéntricos supremacistas.
Recogiendo las teorías de Masaru, como los seres humanos estamos compuestos de agua en una proporción muy alta (aproximadamente el 80%), deberíamos ser más conscientes de las palabras y pensamientos que nos permitimos crear, dado que influyen en la estructura del abundante elemento que nos conforma. Por tanto, propongo que, a partir de ahora, miremos nuestra fuente interior y tratemos con más cuidado lo que somos. En cierta forma, se trata de reconectarnos con mundos antiguos, con esas culturas pasadas en las que se realizaban ritos de sanación a través del sonido. Los primeros ejemplos escritos que aluden a la influencia de la música sobre el cuerpo, la mente y el alma se hallan en los papiros de Lahun, en Egipto, datados en el año 1800 a. C.
Volviendo a la memoria, a través de ella se aprende, consolidamos experiencias, aposentamos nuestro bagaje consuetudinario, cultural, social… Antes dije que todo ser vivo la tiene y, así, los árboles también están tocados por la retentiva que les ayuda a vivir, perpetuarse y comunicarse. Lo hacen mediante una red de hongos que crecen alrededor de sus raíces; el hongo proporciona nutrientes al árbol y este le paga con moneda de azúcares, que son la medicina que trasladarán a través de esa red subterránea de raigones y cepas hasta los retoños que necesitan robustecerse o aquellos que reciben poca luz solar. Es más, los árboles moribundos suelen verter todos sus azúcares a ese internet de mantillo para que los aprovechen los ejemplares sanos.
En la mitología griega, la memoria se personificaba en Mnemósine, que era ni más ni menos que una titánide hija de Gea y Urano. Su sobrino Zeus, disfrazado de pastor, la cortejó y de esos amoríos nacieron las musas. ¡Hay que ver cómo era el jefe del Olimpo! No se le ponía nada por delante: en sus ansias de procrear, lo mismo se convertía en toro, que en cisne, lluvia dorada o lo que fuera, con tal de cumplir su destino de ser el padre de los dioses. Me recuerda un poco al Drácula de Stoker, siempre cambiando de apariencia.
Mnemósine llamaron a un río del Hades, opuesto al Lete. Quien bebía el agua de este último olvidaba lo que la corriente del primero le había enseñado. Y así es la vida, recordar y olvidar, escribir y borrar.
— Con permiso, mademoiselle, ¿me permite ver lo que teclea en esa pantalla? — Quien así me habla es Jeanne Baret, una mujer educada y ceremoniosa que lleva semanas alborotando el cotarro de los espectros que ocupan mi casa. Mi amiga Sissi se la encontró mirando unas obras por la periferia de Madrid y, viéndola sola y un poco perdida, le dio cobijo aquí.
— Entré en un agujero de gusano y di a parar a un hoyo profundo, seco y lleno de costales de tierra. En ese lugar permanecí no sé cuánto tiempo, sin nada que hacer, solo miraba gente que iba y venía, animales mecánicos que bramaban estrepitosamente y cuyos ojos se encendían.
Fue llegar Jeanne y la sección de enciclopedistas la sometieron a un riguroso interrogatorio, por ver si era la auténtica, su paisana y coetánea. Pasado el examen con nota, andan todos muy contentos entrevistándola para el capítulo que le dedicarán en su obra, que como ya saben ustedes, es la misma Encyclopédie del siglo XVIII, pero puesta al día y ampliada con incorporaciones que en su tiempo no tuvieron en cuenta. La señora Baret se ha convertido en una heroína y ha entablado bastante amistad con Clara Campoamor, con quien anda redactando un reglamento de régimen interno porque, con Montesquieu que sigue en huelga de hambre, la Pardo Bazán enfadada con media humanidad y Greta Garbo más divina que nunca, necesitan repartirse algunas tareas.
Me cuentan que, en 1766, mi nueva huésped se embarcó como asistente del botánico Filiberto Commerson, convirtiéndose en la primera mujer que dio la vuelta al mundo. Tuvo que disfrazarse de hombre y, eso sí, aprovechó el crucero para catalogar especies de los lugares por donde pasaba la travesía, no vayan a creer que se dedicó a abanicarse.
— ¿Y cómo se le presentó esa oportunidad? — pregunto — No creo que fuera sencillo ni muy usual para la época.
Apenas termino la frase, percibo un mohín pícaro en el rostro de Darwin, que al principio achaco a celillos profesionales, pero que el bueno de Dirac me aclara cuando estamos solos en la cocina, tomando un té a media tarde.
— Baret y Commerson eran amantes, viviendo juntos bajo la apariencia de que ella era el ama de llaves y además, para despistar, se cambió el apellido por Bonnefoy. Llegaron a tener un hijo en común. Resulta muy curioso que la ley francesa requería en aquella época que las futuras madres solteras obtuvieran un ‘certificado de embarazo’ en el que reseñaban quién era el padre del nasciturus. Aunque Jeanne cumplió con ese trámite burocrático, su talante libérrimo la llevó a depositarlo en una parroquia muy alejada de su domicilio y, además, se negó a facilitar el nombre del otro progenitor.
Se une a la conversación Juana de Castilla, a quien le gusta un amorío más que el chocolate de las Américas y, con voz baja, porque una reina como ella sabe que no debe alzar el habla, pues lleva toda la eternidad intentando demostrar que no fue la loca del bulo que su padre y su marido aventaron a beneficio propio, nos informa de que Jeanne le ha comentado que, cuando falleció, preguntó en el registro celestial por Commerson, informándola de que llevaba tiempo establecido con su familia, adherido a su esposa legal y otros parientes cercanos.
— ¿Y el hijo?, ¿llegó a nacer? — pregunta una Rosa Luxemburgo que ha venido buscando a Josep Pla, para echar su partida diaria de dominó. La reina de los comuneros nos relata que, efectivamente, el niño nació y le pusieron el nombre de Jean-Pierre Baret. Eso sí, su tocaya lo dejó en el hospicio de París, donde fue dado en adopción. Se ve que no había sitio para el chiquillo en la casa de su querido.
Cuando me separo de la tertulia, me acerco a Jeanne Baret. Leo en sus ojos que los organizadores de la travesía permitieron a Commerson llevar un ayudante, debido a su precaria salud. Como el barco pertenecía a la armada francesa y las mujeres tenían prohibida su presencia, ella tuvo que disfrazarse de varón. Antes de zarpar, su amante redactó un testamento en el que le dejaba la suma de 600 libras, más los salarios adeudados y el mobiliario de su apartamento en París.
La vida es memoria y sin esta no hay vida, pues el agua de nuestros cuerpos está compuesta de recuerdos, los nuestros, no los que se empeñan en inocularnos quienes mueven los hilos de este mundo feliz narcotizado.
Dedicado a Fernando Savater, Félix de Azúa y otras personas libres que, dotadas de memoria, cada vez más se aproximan a los hombres libro de Farenheith 451.
NOTAS:
- Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 3 de febrero de 2024.
- Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 15 de abril de 2023.
- Música para acompañar: "First We Take Manhattan", de Leonard Cohen.