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7 de febrero de 2024

La memoria del agua

 


Sabemos que la memoria es una función del cerebro que nos permite codificar, almacenar y recuperar la información del pasado. Me atrevo a decir que todos los seres vivos poseen memoria, incluyendo aquellos que se manifiestan en forma mineral. Como no quiero soliviantar a la comunidad científica, me veo nuevamente obligada a aclarar que suelo expresarme con licencias poéticas y que para mí el agua, el mercurio o una roca palpitan igual que lo hace mi corazón. Por eso ansío  que llegue el día de la total reconciliación entre los elementos y seamos capaces de darnos cuenta de que todo forma parte de ese todo absoluto y, por ende,  nada está fuera de él.


Masaru Emoto fue un intelectual japonés que pasó su vida difundiendo que el pensamiento humano, las palabras y la música influyen sobre el agua, así como las etiquetas en los envases que la contienen. Son famosos sus documentales en que podemos apreciar que, dependiendo de las influencias a que son sometidos vasos, tarros o botellas con agua, esta cristaliza, cuando se la congela, de una forma u otra. Emoto también ha soliviantado a no pocos cartesianos, como si estos tuvieran la fórmula de la certeza, empeñados en separar el cuerpo del espíritu y ser aún antropocéntricos supremacistas. 


Recogiendo las teorías de Masaru, como los seres humanos estamos compuestos   de agua en una proporción muy alta (aproximadamente el 80%), deberíamos ser más conscientes de las palabras y pensamientos que nos permitimos crear, dado que influyen en la estructura del abundante elemento que nos conforma. Por tanto, propongo que, a partir de ahora, miremos nuestra fuente interior y tratemos con más cuidado lo que somos. En cierta forma, se trata de reconectarnos con mundos antiguos, con esas culturas pasadas en las que se realizaban ritos de sanación a través del sonido. Los primeros ejemplos escritos que aluden a la influencia de la música sobre el cuerpo, la mente y el alma se hallan en los papiros de Lahun, en Egipto, datados en el año 1800 a. C.


Volviendo a la memoria, a través de ella se aprende, consolidamos experiencias, aposentamos nuestro bagaje consuetudinario, cultural, social… Antes dije que todo ser vivo la tiene y, así, los árboles también están tocados por la retentiva que les ayuda a vivir, perpetuarse y comunicarse. Lo hacen mediante una red de hongos que crecen alrededor de sus raíces; el hongo proporciona nutrientes al árbol y este le paga con moneda de azúcares, que son la medicina que trasladarán a través de esa red subterránea de raigones y cepas hasta los retoños que necesitan robustecerse o aquellos que reciben poca luz solar. Es más, los árboles moribundos suelen verter todos sus azúcares a ese internet de mantillo para que los aprovechen los ejemplares sanos.


En la mitología griega, la memoria se personificaba en Mnemósine, que era ni más ni menos que una titánide hija de Gea y Urano. Su sobrino Zeus, disfrazado de pastor, la cortejó y de esos amoríos nacieron las musas. ¡Hay que ver cómo era el jefe del Olimpo! No se le ponía nada por delante: en sus ansias de procrear, lo mismo se convertía en toro, que en cisne, lluvia dorada o lo que fuera, con tal de cumplir su destino de ser el padre de los dioses. Me recuerda un poco al Drácula de Stoker, siempre cambiando de apariencia.  


Mnemósine llamaron a un río del Hades, opuesto al Lete. Quien bebía el agua de este último olvidaba lo que la corriente del primero le había enseñado. Y así es la vida, recordar y olvidar, escribir y borrar.  


— Con permiso, mademoiselle, ¿me permite ver lo que teclea en esa pantalla? — Quien así me habla es Jeanne Baret, una mujer educada y ceremoniosa que lleva semanas alborotando el cotarro de los espectros que ocupan mi casa. Mi amiga Sissi se la encontró mirando unas obras por la periferia de Madrid y, viéndola sola y un poco perdida, le dio cobijo aquí. 


— Entré en un agujero de gusano y di a parar a un hoyo profundo, seco y lleno de costales de tierra.  En ese lugar permanecí no sé cuánto tiempo, sin nada que hacer, solo miraba gente que iba y venía, animales mecánicos que bramaban estrepitosamente y cuyos ojos se encendían. 


Fue llegar Jeanne y la sección de enciclopedistas la sometieron a un riguroso interrogatorio, por ver si era la auténtica, su paisana y coetánea. Pasado el examen con nota, andan todos muy contentos entrevistándola para el capítulo que le dedicarán en su obra, que como ya saben ustedes, es la misma Encyclopédie del siglo XVIII, pero puesta al día y ampliada con incorporaciones que en su tiempo no tuvieron en cuenta. La señora Baret se ha convertido en una heroína y ha entablado bastante amistad con Clara Campoamor, con quien anda redactando un reglamento de régimen interno porque, con Montesquieu que sigue en huelga de hambre, la Pardo Bazán enfadada con media humanidad y Greta Garbo más divina que nunca, necesitan repartirse algunas tareas.  


Me cuentan que, en 1766, mi nueva huésped se embarcó como asistente del botánico Filiberto Commerson, convirtiéndose en la primera mujer que dio la vuelta al mundo. Tuvo que disfrazarse de hombre y, eso sí, aprovechó el crucero para catalogar especies de los lugares por donde pasaba la travesía, no vayan a creer que se dedicó a abanicarse. 


— ¿Y cómo se le presentó esa oportunidad? — pregunto — No creo que fuera sencillo ni muy usual para la época. 


Apenas termino la frase, percibo un mohín pícaro en el rostro de Darwin, que al principio achaco a celillos profesionales, pero que el bueno de Dirac me aclara cuando estamos solos en la cocina, tomando un té a media tarde.  


— Baret y Commerson eran amantes, viviendo juntos bajo la apariencia de que ella era el ama de llaves y además, para despistar, se cambió el apellido por Bonnefoy. Llegaron a tener un hijo en común. Resulta muy curioso que la ley francesa requería en aquella época que las futuras madres solteras obtuvieran un ‘certificado de embarazo’ en el que reseñaban quién era el padre del nasciturus.  Aunque Jeanne cumplió con ese trámite burocrático, su talante libérrimo la llevó a depositarlo en una parroquia muy alejada de su domicilio y, además, se negó a facilitar el nombre del otro progenitor. 


Se une a la conversación Juana de Castilla, a quien le gusta un amorío más que el chocolate de las Américas y, con voz baja, porque una reina como ella sabe que no debe alzar el habla, pues lleva toda la eternidad intentando demostrar que no fue la loca del bulo que su padre y su marido aventaron a beneficio propio, nos informa de que Jeanne le ha comentado que, cuando falleció, preguntó en el registro celestial por Commerson, informándola de que llevaba tiempo establecido con su familia, adherido a su esposa legal y otros parientes cercanos. 


— ¿Y el hijo?, ¿llegó a nacer? — pregunta una Rosa Luxemburgo que ha venido buscando a Josep Pla, para echar su partida diaria de dominó. La reina de los comuneros nos relata que, efectivamente, el niño nació y le pusieron el nombre de Jean-Pierre Baret. Eso sí, su tocaya lo dejó en el hospicio de París, donde fue dado en adopción. Se ve que no había sitio para el chiquillo en la casa de su querido. 


Cuando me separo de la tertulia, me acerco a Jeanne Baret. Leo en sus ojos que los organizadores de la travesía permitieron a Commerson llevar un ayudante, debido a su precaria salud. Como el barco pertenecía a la armada francesa y las mujeres tenían prohibida su presencia, ella tuvo que disfrazarse de varón. Antes de zarpar, su amante redactó un testamento en el que le dejaba la suma de 600 libras, más los salarios adeudados y el mobiliario de su apartamento en París.


La vida es memoria y sin esta no hay vida, pues el agua de nuestros cuerpos está compuesta de recuerdos, los nuestros, no los que se empeñan en inocularnos quienes mueven los hilos de este mundo feliz narcotizado. 


Dedicado a Fernando Savater, Félix de Azúa y otras personas libres que, dotadas de memoria, cada vez más se aproximan a los hombres libro de Farenheith 451.  


NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 3 de febrero de 2024.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 15 de abril de 2023. 
  • Música para acompañar: "First We Take Manhattan", de Leonard Cohen.


25 de octubre de 2023

Los platillos de la balanza o iuris et de iure




De todos los números, el que de niña más me costó trazar bien fue el ocho. Me recuerdo afanosa, intentando hacerlo perfecto y a ser posible rápidamente. Para mí, limitarse a poner un círculo encima del otro, como hacían otros para facilitarse la tarea, no era de recibo, era trampa, un muñeco de nieve en lugar de ese número exótico que, según la canción infantil, eran las gafas de un tal don Ramón. 


El arcano ocho es la Justicia, lo mental, lo racional, la equidad, también el aire que la roza y alivia del peso que soportan los platillos de su balanza. Representa el equilibrio universal y cósmico, algo así como un derecho u orden natural anterior a los humanos, los mismos que inventaron la idea de ‘lo justo’ para irla adecuando a sus no pocos vaivenes veleidosos.  


Allá por el siglo XVI, la Escuela de Salamanca puso fin a los conceptos medievales del derecho, formulando la primera reivindicación de la libertad, algo inusitado para el mundo de entonces, así como estableciendo que, si todas las personas comparten la misma naturaleza, también comparten los mismos derechos. Tales derechos naturales podían referirse a lo más tangible y corpóreo, como el derecho a la vida o a la propiedad, o bien a cuestiones más abstractas, como la igualdad o la libertad.


El citado caldo de cultivo sirvió para que los representantes de esa corriente de pensamiento manifestaran sin ambages que existe el deber de actuar con justicia y que dicha obligación procede de la ley natural, que está muy por encima de las leyes humanas. Con ellos se desarrolló el llamado derecho de gentes, que no era más ni menos que el antecedente del derecho internacional, así como el reconocimiento de los derechos humanos no solo a quienes residían en Europa, sino también a los habitantes nacidos en territorios ultramarinos. 


La Escuela de Salamanca formuló por vez primera el principio de separación de potestades, de tal forma que el ámbito civil y el espiritual no debían mezclarse.  Eso de ser rey o caudillo por la gracia de Dios fue para estos juristas, filósofos  y teólogos una idea desechable, sin base alguna.  Es más, incluso propugnaban que el poder del gobernante debía limitarse. En este sentido, Luis de Molina, en su obra De Iustitia et Iure, señaló que el poder no reside en quien ostenta la corona o el cetro, sino en la ciudadanía, adelantándose con ello a los postulados del Siglo de las Luces, mal que les pese a algunos de mis ilustres compañeros de piso.   


—  Ejem, ejem, ejem. Mucha Escuela de Salamanca y mucho derecho de gentes, pero el género humano está llevando al desastre todo cuanto toca. Y esto no es nuevo, pues ya durante mi encarcelamiento en La Bastilla pude constatar que estamos en permanente involución.  


Quien se asoma a la puerta es un Voltaire algo tristón porque lleva varios meses sin ver a Raffaella Carrá, que anda haciendo bolos por varias galaxias. Le invito a sentarse a mi lado y le extiendo mi mano para que la coja entre las suyas; cuánto cariño nos hemos cogido, a pesar de mis ‘devaneos rusonianos’, como a él le gusta decir.  


— Las tiene usted frías, Antoine, más frías que de costumbre. Debería escribir con mitones. 

— ¿Y cómo no voy a tener las extremidades frías, si el bueno de Montesquieu anda en huelga de hambre? Lo raro sería que anduviéramos tan panchos. 


Ya me he acostumbrado a que los fantasmas que me acompañan usen frases como si fueran aún de carne y hueso, pues si bien es cierto que algunos comen, beben y hasta le dan al rapé, hacerlo o dejar de hacerlo no redunda en una salud que dejó de ser importante para ellos el día que cerraron los ojos de su cuerpo material. 


— Madame, Carlos Luis no solo ha dejado de robarle a usted las alcachofas y los tomates, sino que ha pedido a Eolo que libere a los vientos, los mezcle y den al traste con el mundo actual, empezando por el país de usted, que lo tiene muy enfadado. 


Noto que, mientras Voltaire me cuenta esto, lanza la mirada hacia el infinito y asiente como si alguna presencia le estuviera hablando. 


— También nos gustaría decir que quienes tenemos espíritu ilustrado y gracias a nuestra omnipresencia, sabemos que, desde hace más de un siglo, lo que ustedes llaman democracia es una mona vestida de seda, un engendro maloliente capaz de parir regímenes absolutos y dictaduras con carita de bondad gracias a la manipulación que se hace de la historia, la descatalogación de libros y la poca vergüenza de quienes quieren mantenerse en el poder a toda costa, tergiversando hechos y negando la memoria de los demás.  


— A mí también me preocupan esas cosas, Antoine. Me preocupa mucho que, bajo la apariencia de libertad, quien dice lo que piensa es pronto descalificado y señalado. Los cadalsos actuales se llaman redes sociales, programas de radio o televisión y chiringuitos periodísticos subvencionados que hacen ver lo que no existe y ocultan la realidad. 


Me acerco a Montesquieu con una caja de bombones, como quien no quiere la cosa, y trato de escuchar sus quejas por el horrible corte de pelo que le están haciendo a la separación de poderes en el país que habito. También en otros lares, pero el señor de Brède le ha cogido cariño a España y le duele, como dolió a los del 98 y a tantos otros. Me alerta sobre el desastre que supone para los pueblos tener una justicia cautiva, esclava del poder ejecutivo como en su día estuvo en la Alemania nacionalsocialista o en la URSS, o como ahora sucede en los regímenes teocráticos, donde todo se mezcla, donde ya no llegan los ecos de la Escuela de Salamanca, por ejemplo. También me dice que un poder legislativo títere y maniatado por el gobierno denota que la soberanía popular que dicho poder representaba ha sido asesinada. 


Trato de calmarlo hablándole de un ave prehistórica que se creía extinguida y ha vuelto a corretear libre, salvaje y protegida por las laderas de Nueva Zelanda. 


— Mire, monsieur Montesquieu, el takahē fue oficialmente declarado extinto en 1898, a causa de que los colonos europeos se establecían con animales de compañía depredadores, como gatos, hurones o zarigüeyas. Estos, al ver unos pájaros redondeados, inofensivos y de bello plumaje azul, se los zampaban, diezmando así la población de takahēs, que ya era escasa. En 1948 redescubrieron que no se habían extinguido y ahora ya hay cerca de 500 ejemplares. Lo mismo puede suceder con el espíritu de las leyes. Algunos lo están devorando, pero mientras usted, querido amigo, habite fuerte en el corazón de otros, habrá esperanza de resistencia e insumisión. 


Todo habla, todo suena, hasta las fisuras de la corteza terrestre cuando se presiona o se tensa. Dice el geólogo Matej Pec que si escucháramos a las rocas, nos daríamos cuenta de que cantan en tonos cada vez más altos a medida que están más profundas. Y yo me pregunto ¿cuánto de profundo ha de ser todavía el dolor de Montesquieu para que se escuche a las gentes que ya no hablan?


Por cierto, en estos tiempos convulsos que vivimos, me despido deseando paz a todos, shalom aleijem.



NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 22 de octubre de 2023.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. “El cristal”, de Manolo Quejido. Exposición del MNCARS en el Palacio de Velázquez (El Retiro, Madrid), 15-4-2023. 
  • Música para acompañar: “Habla, pueblo, habla”, de Vino Tinto. 

19 de junio de 2023

Melancolía por Carnac



 




Si de algo estoy cada vez más convencida es de lo poco que sé y de lo mucho que me queda por aprender. Utilizo la primera persona del singular porque, al oírlo (leerlo), no faltará alguien que opine que lo sabe casi todo y sinceramente, ¡para qué amargarle el día a nadie! No pasa una jornada sin que llegue algún dato o conocimiento que añadir a mi experiencia vital, pues de nada serviría aprender si no lo voy incorporando a mi vida y creo que gran parte de mi optimismo se debe precisamente a esto, es decir, a que sé que siempre hay respuestas incluso para las preguntas que no formulo. 


Como tengo la edad que tengo y, aunque lo habría deseado, no provengo de Vulcano, soy consciente también de que me harían falta muchísimos años para colmar mis deseos de sapiencia… y probablemente tampoco alcanzaría la meta, habida cuenta de lo mucho que hay y habrá escondido. Así que, estando yo dándole vueltas a este asunto, quiso una pluma del cielo que me topara con Sabine Hossenfelder, que debe de ir contando a todo el mundo que es física cuántica, ya que parece ser que los taxistas le hacen preguntas muy ad hoc. A mí los taxistas suelen atenderme divinamente, pero no se meten en honduras, prefiriendo conversar sobre lugares comunes como el tiempo, el tráfico y lo buenas que son las croquetas de una madre.  


Pues bien, volviendo a Sabine, se trata de una divulgadora que trabaja en el Centro de Filosofía Matemática de la Universidad de Múnich y de algún modo viene a corroborar que nada es más inexacto que una ciencia exacta y por eso cada vez son más quienes recurren a la filosofía u otras materias humanísticas para adentrarse en los grandes misterios que nos rodean. El famoso “quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos” no solo no ha perdido vigencia, sino que cobra especial significado en un mundo bipolar, donde lo mismo nos amenazan con que la inteligencia artificial nos destruirá a todos, que nos empujan a adentrarnos en la misma como símbolo de progreso. 


La doctora Hossenfelder nos recuerda que lo que llamamos presente puede ser el futuro o el pasado de otra persona, en aras de esa “independencia del observador” formulada por Einstein el siglo pasado.  Es más, para la alemana, no se trata de creer en que haya o no un más allá, sino de que todos nuestros logros y experiencias son indestructibles, potencialmente susceptibles de que alguien las recuerde o se sirva de ellas. De ahí que, como afirma, nuestra tatarabuela esté viva. 


Acabo de aludir hace unos instantes a la inteligencia artificial, que en el imaginario colectivo se asimila a una máquina, aunque realmente no lo sea. Las máquinas fascinan y repelen al mismo tiempo, pues no son pocos quienes abominan de los dispositivos cibernéticos y, sin embargo, coleccionan relojes o por nada en el mundo renunciarían a su coche, lavadora o aire acondicionado, por poner unos ejemplos domésticos y corrientes. Para los marxistas de antaño, la máquina fue un instrumento técnico que alienaba al individuo. Hoy sabemos, sin embargo, que se trata de una mera abstracción con la que podemos establecer relaciones humanas (a través de una videollamada, pongo por caso) y no humanas (con archivos    documentales, entre otros). 


Parece que nos moviéramos en la caverna de Platón, donde todo es una mera imagen de lo real. Dentro de nada, lo que entendemos por dinero contante y sonante desaparecerá, al igual que las tarjetas bancarias tangibles. No es su extinción lo que me altera, sino las razones que puedan estar detrás de abolir billetes, monedas y plásticos como imagen de la capacidad de pago y crédito que tenemos las personas. En cierta forma es enterrar un símbolo, ese cordón umbilical que establecemos como evocación de una realidad concreta. Por eso me planteo si, a medida que se esfuman para siempre las representaciones visibles de lo que hemos conocido, tocado y usado, no estaremos más cerca del borrado de memoria o, para ser más exactos, de la suplantación de la memoria individual por una memoria colectiva infundida a la fuerza.  


Estos días conocí una noticia terrible para quienes hemos visto in situ y admiramos las esculturas megalíticas de Carnac, en Bretaña, pues han sido derribados unos 39 menhires erigidos en ese lugar hace 7.000 años. La razón de tal desatino está en la edificación de una tienda de bricolaje de esas a las que algunas familias acuden en su tiempo libre para proveerse de taladradoras, sistemas de riego para el jardín, desagües para el lavabo, chimeneas de pega o tablones de contrachapado. 


Tales piedras formaban parte de otras 3.000 que representan monumentos sagrados o lápidas funerarias. Según los políticos, los menhires destruidos eran de escaso valor, aunque figuraban en el Mapa Arqueológico Nacional de Francia desde 2015, así como en diversas listas oficiales de megalitos. Por si fuera poco, el yacimiento en su totalidad se iba a presentar al Ministerio de Cultura con el objetivo de inscribirlo en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco Acostumbrados como estamos a que las autoridades maquillen las cosas, a saber qué explicarán para calmar el ánimo de los habitantes de la zona y de organizaciones de todos los puntos del país galo.  


Sin salirnos de épocas lejanísimas, recientes investigaciones han descubierto que los mineros de la Edad del Bronce llevaban comida en un táper a su lugar de trabajo. Resulta que en una mina de Austria que estuvo activa entre los años 1.100 y 900 a.C., los arqueólogos encontraron recipientes con restos de alimentos, por lo que señalan que estaban destinados a transportar la comida al lugar de trabajo. En esas antiguas tarteras  había sobras de legumbres, carne, frutas, cereales y frutos secos. Pero este estudio nos muestra también la relación directa entre el trabajo especializado y la comida preparada, dado que, para facilitar que los mineros pudieran optimizar su jornada, se la llevaban ya hecha, ahorrando tiempo en prepararla o en desplazamientos a sus hogares a la hora del almuerzo, si vivían lejos. Hallazgos parecidos ya se habían hecho en Mesopotamia, donde se estima que en el tercer milenio antes de Cristo contaban con economías especializadas. 


Se ha instalado en mi casa Robert Burton, que en el siglo XVII escribió “Anatomía de la melancolía”, un tratado recopilatorio desde la filosofía clásica griega hasta la medicina de su época. Lo que por entonces se definía como melancolía era una mezcla de desánimo, depresión e inactividad. El propio Burton lo padeció y lo curioso es que muchos de sus consejos, consideraciones o conclusiones están en plena vigencia hoy en día.  


Para mí la melancolía es como un aguijón, como si una avispa clavara el suyo. Siendo tanta la molestia, el enfermo sufre ansia por arrancárselo, rascándose compulsivamente donde le pica, pudiendo agravar la herida. No sabe usted, madama, lo que sufrí con ella, hasta el punto de que la llamé mi Señora Melancolía, entre otros nombres. A usted la he visto en Salerno, en el Jardín de Minerva. 

— Efectivamente, es uno de mis lugares favoritos para pasar la tarde; observar las plantas medicinales y su aplicación según el genotipo y fenotipo de cada ser humano.  

— Entonces no le sorprenderá si le digo que quien tiene bilis negra es más proclive a la melancolía, siempre que el entorno lo favorezca. Un desequilibrio en la dieta, el estreñimiento crónico o los desórdenes del amor pueden inclinar la balanza hacia ella, sin olvidar la predisposición por familia. 


Burton ha hecho mucha amistad con Samuel Hahnemann y el Emperador Amarillo. Comparten conocimientos y, aunque a veces disientan en algunas cuestiones, se respetan muchísimo. Acudieron a un ciclo de conferencias sobre salud mental en la Organización Médica Colegial y regresaron espantados. No entendían nada y me decían que no eran los únicos, porque podían leer los pensamientos de los asistentes. Se sorprenden al ver que en el llamado mundo libre no hay libertad plena para exponer lisa y llanamente lo que alguien opina, por temor a represalias.  Se indignan ante la censura y autocensura que existe hoy y me recuerdan que solo los espíritus libres han hecho que el mundo vaya avanzando, a pesar de los trompicones que nos hace dar el pensamiento uniforme. 


Por lo demás, los enciclopedistas andan eufóricos porque van a volver a votar el día 23 de julio. El pasado 28 de mayo no les dio tiempo a visitar todos y cada uno de los colegios electorales y esperan organizarse mejor en las próximas elecciones.  Como la vez anterior, llevarán montones de papeletas donde se lee eslóganes de este este tenor: “si quieres la paz, hazla”, “más libros, más libres”, “solo merece gobernar quien es justo”, “las ballenas también lloran” o “los domingos no son para votar”. Como son invisibles al común de los mortales, no los ven cuando las introducen en las urnas y se las declaran nulas cuando llega la hora del recuento. A ellos no les importa, porque la mayoría no entiende esta democracia ni comulga con ella, pero les chifla la idea de que lean sus misivas. 


Además de esto, la Pardo Bazán, Valle-Inclán y dos o tres más se han dado un baño de multitud en la Feria del Libro. Han venido exultantes al comprobar que sus obras se exponen en las casetas y que la gente puede cogerlas y leerlas. Eso sí, este año tampoco han entrado en las listas de autores más vendidos; creo que una tal García, Obregón de segundo apellido, en cambio ha causado furor y ha firmado libros como rosquillas. Antonio Gala, desde su atalaya celeste, mira  esto y se ríe apoyándose en un menhir de Carnac. 



NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 18 de junio de 2023.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. Salerno, agosto de 2018. 
  • Música para acompañar: “Ma liberté”, de Georges Moustaki, interpretada por Serge Reggiani. 

8 de mayo de 2023

Palabras, pensamientos y acciones o los fuelles de la historia

 


Luis Rojas Marcos suele decir que es bueno hablar consigo mismo porque, lejos de cuanto algunos sostenían hace tiempo, hablar solos no es sinónimo de locura, sino que puede librarnos de ella. Si bien casi todos reconocemos haber hablado con nuestro yo invisible durante la infancia, son pocos los que dicen hacerlo a la edad adulta y, sinceramente, reflexionando de cara a escribir esto, por un instante pensé que esta servidora no hablaba sola, salvo algunas regañinas que de vez en cuando me dedico. Ahora bien, ¿qué entendemos por hablar solos? Si lo circunscribimos a una especie de mesa redonda o tertulia con nosotros desdoblados, va a ser difícil llevarlo a cabo, pero si en esa ecuación tiene cabida lo que pensamos, lo que escribimos, lo que bailamos cuando estamos a solas o los gestos que hacemos frente al espejo, entonces resulta que, yo al menos, no paro de parlotear con mi entidad personal. 


Quizá la comunicación sea de aquellas cosas que nos mantienen cuerdos. Si no tenemos interlocutores físicos, nuestra voz interior se proyecta hacia el infinito y entra en diálogo con la mente que la alberga, rebotando a veces en animales, plantas u objetos, con quienes somos capaces de mantener charlas circulares,. Ríanse si quieren, pero yo he llegado a saber que un cuadro me pedía un cambio de lugar y muchas noches, cuando apago la cocina, el exuberante pothos que vive en ella me da un beso lanzándome el agüilla de sus hojas. Estoy segura de que muchos de ustedes, al oír esto, pensarán que he perdido el oremus y encontrarán más de una respuesta lógica o bienpensada a estas cosas. No importa; son libres de seguir creyendo en la dicotomía entre cuerpo y espíritu, día y noche, ciencia y religión. Yo lo respeto. 


Con apenas diez años vi la película “El niño salvaje”, de François Truffaut, que me provocó una tremenda fascinación por la historia que contaba y sembró para siempre mi curiosidad por las vías a través de las cuales somos capaces de aprender. Soy de un tiempo en el que aún circulaba la frase “la letra con sangre entra”, aunque ni en el colegio ni en la familia me dedicaron castigos físicos o humillaciones si fallaba en algo; es justo reconocerlo. Ese refrán, junto al de “quien bien te quiere te hará llorar”, me permití arrumbarlos en el foso de las mentiras, donde todavía siguen.


Esas letras que entraron en mí sin sufrimiento alguno me acompañan desde que tengo memoria. Nebrija escribió en su ‘Gramática’ que “entre todas las cosas que por experiencia los ombres hallaron o por revelación divina nos fueron demostradas para polir e adornar la vida umana, ninguna otra fue tan necessaria ni que mayores provechos nos acarreasse que la invención de las letras”. Me pregunto cómo serían los primeros humanos a quienes se les ocurrió trasladar a grafemas conceptos concretos y abstractos. Tampoco sé si eso surgió como pasatiempo o fue buscado por necesidad, pero con ello facilitaron la transmisión del conocimiento y estoy segura de que, sin letras, el mundo sería mucho peor.


Los romanos escribían y leían en casi todas las clases sociales, sin distinción de sexos.  La Alta Edad Media supuso un retroceso en este punto, recluyéndose las letras en el clero y otros estamentos. La historia de la humanidad es un fuelle que a veces se hincha para absorber aire y otras lo expulsa para avivar el fuego; si vivimos en fase de expulsión, es probable que coincidamos con una etapa de prosperidad en el más amplio sentido de la palabra; pero si nos toca lo otro, el pensamiento se sumirá en una larga noche. En la actualidad, creo que estamos sin fuelle, pues ni absorbe suficiente aire ni lo expulsa como debe. Seguramente será una etapa de transición, como cuando cayó el Imperio romano o desapareció el austrohúngaro. 


Con la llegada de la primavera, la sección cinéfila de mis compañeros de piso está programando un cinefórum diseñado a partir de las ideas contenidas en las páginas número 3 de un centenar de libros elegidos al azar. Para San Isidro pondrán “El vientre del arquitecto” y al coloquio han invitado al mismísimo Marco Vitruvio Polión, que llegó a los Madriles el pasado día 2, en medio de un rifirrafe protocolario que animó y sonrojó a la Puerta del Sol, que vivió algo así como una carga de los mamelucos, pero en cañí. 


Desde su llegada, Vitruvio pasa revista a cada una de las obras que siembran nuestra ciudad, incluidos los arreglos de fachadas. No podemos negar que es un profesional como la copa de un pino, pues cualquier otro, a su edad y siendo la primera vez que sale de la Península Itálica, estaría abanicándose en una hamaca. Sin embargo, él prefiere tomar el pulso arquitectónico a la ciudad y debo decir que lo encuentro más rejuvenecido que en las representaciones que existen de él en museos y palacios.  


A todo esto, los del cinefórum han convencido a Zoroastro para que haga de proyector y andan entretenidos haciendo pruebas. Por la noche los oigo quejarse de que, cuando nuestro Zaratustra se desdobla, las imágenes aparecen con rayas doradas y el sonido, en lugar de ser los diálogos de los personajes, son los pensamientos del persa. En este caldo de cultivo, Clara Campoamor y María Estuardo han abierto una casa de apuestas con el temita de a quién le va a tocar sustituir a Zoroastro. De momento por quien más pujan es por Vladimir Lenin, a quien no le hace gracia alguna permanecer flotando durante casi dos horas y permitir que de sus ojos salgan rayos con imágenes de alto contenido burgués.  Por eso ha dicho que tiene una cita importante en la estrella Canopo, aunque todos sabemos que eso no es cierto. Yo, para tranquilizarlo, le digo que acabarán dando con la fórmula para que todo salga perfecto con Zoroastro, pues a este le hace mucha ilusión proyectar la película y no sé si estaría dispuesto a que lo sustituyeran. 


Mientras estas cosas pasan, en el mundo ordinario cada vez se confunde más lo real con lo imaginario, no solo porque raro es el día que no surge una noticia acerca de la inteligencia artificial y sus hipotéticos peligros para la especie humana, sino porque suceden cosas como la coronación de Carlos III, cuya ceremonia me parece haberla visto en algunos libros de Lewis Carroll, o porque la esposa del presidente Petro me parece desobediente al discurso anticapitalista y antiimperialista de su marido, porque alterna con la reina de España tan pichi. 


Mientras ordeno unas carpetas, una corriente de aire me anuncia que Vitruvio me  observa en silencio. 

— ¿Qué tal está, Marco? Verá que esta casa es muy entretenida, si bien es cierto que no abundan personajes de su época — me atrevo a decirle. 

— La vida es igual en todas épocas. Las mismas pasiones, los mismos sentimientos… Cambia el envoltorio. Hablando de envoltorio, la arquitectura es una imitación de la naturaleza. De igual manera que los pájaros y las abejas construyen sus nidos y panales, los seres humanos edifican. Mis antepasados los griegos inventaron los órdenes arquitectónicos dando un sentido de la proporción en búsqueda constante de la chispa primigenia o de la geometría sagrada. Todo en la naturaleza participa de las mismas secuencias aritméticas y los números que las encarnan terminan fundiéndose en el uno. 

— Para mí el uno es el comienzo de algo, el loco del tarot, un arquetipo — intervengo.

— A esa unidad se llega por la conjunción del círculo y el cuadrado, que son los patrones geométricos que fundamentan el orden cósmico. Por tanto, domina Quintana, si aspira a transitar libre por este mundo y el que la espera, dibuje con su mente un cuadrado y un círculo y métase dentro. Un tal Da Vinci me lo copió; puede inspirarse en él. Eso será su isla, su zona en comunión con lo que a usted más le guste. 

— A mí me gusta el polvo de las estrellas — me apresuro a decirle.

— Pues polvo de estrella será porque todo cuanto existe, visible o invisible, forman las plantillas fundamentales para la vida en el universo.


Y yo, que soy obediente, me guarecí en el espacio que forman el círculo y el cuadrado de mi imaginación. Llegué a una isla;  en la de enfrente estaba Guilligan con el resto de náufragos. Y en mi ínsula comencé a danzar como los giróvagos y a hablar conmigo misma, desdoblada como Zoroastro. 


Por lo demás, desde la última vez que me dirigí a ustedes, la NASA nos ha deleitado estos días con imágenes de un agujero negro esparciendo un chorro de energía, cual fuelle de los que antes referí. Asimismo, se confirma que hay agua surcando las profundidades del globo terráqueo, la guerra sigue, los políticos también… ¿Y nosotros, cuándo expulsaremos el aire de nuestro fuelle? Mientras esto llega, les deseo que los pensamientos, palabras y acciones sean buenas, porque así hablaba Zaratustra. 


NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 7 de mayo de 2023.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. “La cuna” (c. 1949). José Horna diseñó y ensambló la pieza (madera tallada, red, cordón y argollas de metal) y Leonora Carrington la pintó al óleo. En el detalle que aparece en esta aquí, la artista muestra a Zoroastro dialogando con otras especies. Exposición “Leonora Carrington. Revelación”, Fundación Mapfre, Madrid, 24 de febrero de 2023.  
  • Música para acompañar: Tema principal de la serie “La isla de Guilligan, compuesta por Morton Stevens.